Para Juli
Igual que el pelo crece anárquicamente en el encierro, así se desarrolla la planta de jitomate que mi hija y yo sembramos hace unos meses en un macetón. Nunca había cultivado frutos comestibles; de hecho, jamás fui una persona de plantas, si acaso flores, pero desde que tenemos el jitomate entré en una rara zozobra. ¿Debería una persona tan de ciudad como la presente cultivar frutos en su zotehuela, donde el espacio es tan restringido?
Me he sentido responsable de la planta como de un pariente del campo en su visita a la ciudad, tal el famoso cuento, y mi mayor preocupación ha sido que nos abandone como el ratón del campo, decepcionada; que se seque cansada de nuestras pretensiones. Debo decir que, aposentada en el frescor del lavadero, nos ha concedido cinco jitomatitos un poco febles y de cáscara algo dura pero muy sabrosos y fascinantes. Trato de persuadir a sus hojas de que se dirijan al cielo con un sistema de alambres de gancho y hoy le compramos una mesa alta para ofrendarla al sol, a la espera de su benevolencia.
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Me fascina descifrar sus ramas intrincadas como una escritura que se adhiere a sí misma por muchos lugares, surge del lado izquierdo y gira hacia el derecho, se enrosca y caracolea en un enigma juguetón y deleitoso. De súbito se secan las hojas como si alguien las hubiera mirado feo, igual a las ideas que se borran por inoperantes. Esas ramas que se podan de cierta manera, cortando las que surgen de los intersticios, pues son como divagaciones y le quitan energía a la planta, igual que las digresiones pueden perder a un texto o salvarlo: de una de esas bifurcaciones nacieron justamente, como pequeños relámpagos, nuestros primeros jitomates.
Así la planta se va por las ramas y a veces me da temor de que éstas corran por las paredes hacia la casa, nos den ciertas órdenes y nos pongan a divagar en círculos, pues su cuidado es como el amor al prodigio, una manera de la literatura fantástica. De ahí la mesa alta que le compramos, un altar en donde brilla como un dios pagano. Me ha dado por hablar con ella así como converso con mis otras plantas aunque no sirve de nada porque no me hacen caso, y me da temor que la planta sienta que la estoy agobiando, que soy la acosadora de la planta, nada más lejos de mi intención. El gato me mira cambiar cosas de lugar, preocuparme porque olvidé que debía regarla o atenderla, y ha de pensar que yo, tan del reino animal, me he pasado a un bando extraño o me voy por las ramas, como con este texto. Pero qué le hacemos, velaré por ella hasta que surja el esplendente jitomate rojo, fruto de nuestros desvelos, y exclamemos con Neruda que tiene luz propia, majestad benigna.
AQ