Ojerosos y desteñidos | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres

Una reflexión sobre la nostalgia, una novela de Agustín Yáñez y una ciudad que, al igual que sus habitantes, espera el fin de la pandemia.

"La ciudad y todos, ojerosos y desteñidos". (Foto: _Mxsh_ | Unsplash)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Está leyendo Ojerosa y pintada para una tarea, como dicen ahora. El protagonista de la novela de Agustín Yáñez, un ruletero, recorre la vieja ciudad de México y sus barrios, y escucha a sus pasajeros conversar, quejarse o perorar. Aquellas voces, ya perdidas, corresponden a distintas clases sociales y oficios de entonces. Entonces es 1960, más o menos, pues se trata del año de publicación, no de escritura. El año en que ella nació, por cierto. Y al pensarlo evoca de manera confusa ciertas voces, olores, luces, los caparazones gordos y aparatosos de los automóviles de aquella ciudad de su primera infancia, los colores que a lo largo de aquella década se volverían claros. Una ciudad curiosamente oscura, o será que eso le provoca la lectura de la novela de Yáñez, ese recuerdo como en sombra, de noches que sólo surcaban el paso torpe del tranvía y el chiflido del camotero: ¿será un recuerdo o una imagen construida a lo largo del tiempo? Es difícil saber. El taxista de Yáñez recorre el centro, Peralvillo, la Tlaxpana, llega a las colonias Álamos y Del Valle, pasa por Tlalpan: dos oídos y dos ojos que nos muestran aquellas colonias y a sus gentes.

Es muy extraño no sentir nostalgia, quizá alguna desazón, si acaso; tan ajena siente ahora esa ciudad como la de hace unos meses, antes de que salir a la calle se convirtiera en el temor de atraer al monstruo invisible y llevárselo a la casa. De por sí la de Yáñez es una novela nostálgica, moralista en algunas partes: el taxista se niega a cumplirles la súplica a los quinceañeros ardorosos de que los lleve a donde haya vicios y mujeres iniciadoras, para no cargar con sus probables pecados en la conciencia; así una ciudad probable, abstracta, moral, se superpone a los barrios con sus olores y sus costumbres, una ciudad en sombra quizá. También una especie de fantasma sobreviviente del porfiriato le pide llevarlo al canal del desagüe a respirar el hedor que es para él producto de los pecados de la gran ciudad. Curiosa aquella Ojerosa y pintada; quizá en su época fue una despedida de la vieja urbe con resabios porfirianos, lopezvelardeanos, y familias como de película nacional: ¿se imaginaría el escritor la ciudad de pocos años después, aquella de jóvenes y protestas cuya represión como secretario de Educación aprobó?

La ciudad era en marzo una ciudad de mujeres y protestas, en eso estaban cuando vino la peste y los alevantó, encerrados sin poder salir al sol, maldurmiendo; muchas se dejaron de teñir el cabello. Quedaron entonces, la ciudad y todos, ojerosos y desteñidos. Se pregunta qué será de su ciudad cuando todo pase, los olores y colores nuevos que la habitarán. Y en esa espera se va la vida.

AQ

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