Extraña flor | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

La primera vez que un hombre utilizó un paraguas en Londres fue en el siglo XVIII, y despertó la furia de los cocheros y otros personajes que habían hecho de su negocio el rentar un techo móvil en la lluviosa ciudad.

Objeto milagroso el paraguas y a la vez potente. (Ilustración: Daniel Xiao)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Hace algunas décadas había en el centro de la ciudad talleres en los que uno podía encargar un paraguas a su gusto y medidas, o, supongo, mandar a reparar los que se habían roto. De hecho, la última paragüería —la paragüería París—, que cerró el año pasado por la inseguridad, se especializaba en paraguas de utilería y es que de por sí, el paraguas tiene algo de espectáculo teatral, de gesto alado o cola de pavorreal. Quizá por eso en la antigüedad de los soles egipcios y chinos, las sombrillas eran privilegio de nobles y gobernantes. A mí sólo me llega a la memoria la frustración por los paraguas irremediablemente descompuestos y una sombrilla china de papel muy grueso, oloroso y barnizado, que bailó girando en algún festival escolar y al cabo de los años se rompió.

Objeto milagroso el paraguas y a la vez potente: se cuenta que el primer varón en utilizar uno en la ciudad de Londres en el siglo XVIII, a imitación de los franceses que ya lo usaban, fue atacado por los cocheros y los portadores de palanquines, celosos de que el paraguas les arrebatara el monopolio de los techos móviles para los ingleses condenados a mojarse por la lluvia de aquella ciudad. A ese hombre, que según la Wikipedia se llamaba Jonas Hanway y fue viajero y filántropo, lo acusaron también de amaneramiento, pues las sombrillas se consideraban coquetería de mujeres y se hacían de seda. Según esto, el atrevimiento de Hanway llenaría las calles londinenses de paraguas que más tarde se fabricaron con un resorte, ese que hace que los abramos un poco como sorpresa.

Tiene algo de encantador el paraguas, la lección de libertad que representa conseguirse un techo propio bajo el sol y la lluvia inclementes. Y su mecanismo sencillo y un poco como de mago es tan perfecto que no ha necesitado variar mucho. Curioso que el paraguas haya llegado a inspirar al vuelo y al paracaídas, de Magritte a Mary Poppins, y que algunos niños imprudentes cayeran literalmente bajo aquel hechizo. Yo no sé si alguien habrá sufrido la mala suerte por abrir un paraguas adentro de la casa; sería, en todo caso, castigo al pleonasmo del techo sobre techo y a la torpeza de algún incauto al que le costara un ojo.

Así como ocurre con los calcetines, debe existir un limbo en el que habiten los paraguas olvidados en los cines. ¿Habrá quien pueda protegerse toda la vida con paraguas encontrados al azar, como quien vive de milagro? Objeto hermoso, extraña flor, hongo de duendes que sin embargo poco ayuda en esta época de lluvias catastróficas; lo llevamos como talismán y esperamos que nos haga menos vulnerables a la naturaleza indiferente, aunque nos empapemos siempre de las rodillas a los pies.

AQ

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