Hacía mucho tiempo que no me ilusionaban unos Juegos Olímpicos (o, prácticamente, cualquier otro certamen deportivo). Después de la corrupción de Río de Janeiro y de la austeridad y frialdad de Tokio (acentuadas por la pandemia), sin embargo, París ha vuelto a engancharme. No sólo por el talento, la ambición y el esfuerzo de los competidores, que también, o su meticulosa y paradigmática organización, digna de admirarse, o el entusiasmo y el optimismo que han contagiado al mundo entero, tan necesarios en estos tiempos difíciles, sino por el enorme despliegue cultural y simbólico que aglutinaron.
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Con su flamante inauguración no sólo reafirmaron la majestuosidad de la ciudad anfitriona, también su importancia histórica. Somos muchos los que no olvidaremos la cabeza de María Antonieta en los brazos de la reina decapitada, los andamios de la reconstrucción de Notre Dame destruida por el fuego, las alusiones al tren de los hermanos Lumière y a la luna de Meliès, la frivolidad de un puente convertido en pasarela de moda, la constelación de estrellas del deporte mundial (Zinedine Zidane, Rafa Nadal, Serena Williams, Nadia Comaneci y Carl Lewis) al final de un largo desfile fluvial, todo acompañado por la música de Edith Piaf, pasando por Charles Aznavour, hasta llegar a Aya Nakamura y la renacida y conmovedora Céline Dion. Y esa original llama olímpica en el centro de los jardines de Tullerías, entre la pirámide del Louvre, la Plaza de la Concordia con su obelisco y los Campos Elíseos al fondo. Una amalgama pop, tan lúcida como lúdica, para una ceremonia inesperada y espectacular a orillas del Sena.
Realmente daba la sensación de presenciar un acto de magia, pues apenas unas semanas antes, ante el estremecimiento del planeta, los ultras habían estado a punto de obtener el poder político de la República que fue cuna de los Derechos Humanos (de todas formas, quién sabe si la armonía se haya instalado definitivamente entre la sociedad gala para que no cometa errores. Acuérdense de Londres 2012: parecía que los Juegos habían sosegado a los británicos y más tarde terminaron votando a favor del Brexit, su salida de la Unión Europea, algo que todavía muchos lamentan). Y, bueno, también como por arte de magia parecía haberse difuminado el carácter pesimista y quejica, “típico” de los franceses. Durante 17 días el espectáculo cultural y deportivo fue tan fabuloso que… ¡ay de aquel que no haya aprovechado este corto paréntesis temporal para evadir la puta realidad!
El medallero medía la salud y la seriedad deportiva de cada país, mientras las piruetas de Simone Biles se convertían en arte y las de Rebeca Andrade representaban el triunfo de los marginados y sus favelas. Casi al mismo tiempo, el orgullo de Francia explosionaba con Lèon Marchand —las orejotas y la sonrisa de niño travieso— y sus cuatro medallas de oro (dos de ellas ganadas en una noche). Al fondo, al amparo del supranacionalismo del Comité Olímpico Internacional, al igual que en la política y en la economía, China y Estados Unidos se disputaban sin contemplaciones el liderazgo de todo el certamen, en contraste con la unión de los representantes de las dos Coreas a través de un selfie. Sobre el ring, una argelina se convertía en objeto de la transfobia mundial y, en el último día, una refugiada etíope lograba el oro en maratón para Holanda, un país donde los ultras planean implementar en los próximos meses “el régimen de asilo más estricto de la historia”.
España sólo consiguió 18 medallas (“peor es nada”), pero la entereza de todos los atletas se sostuvo pese a la mala comida, las estrechas camas de cartón y la falta de aire acondicionado en la Villa Olímpica (construida con buenas intenciones en el periférico y problemático distrito de Saint-Denis), pero es que hasta la elegancia de Francia tiene sus deslices. Lo importante era la euforia, que no se agotó durante dos semanas y al final le cedió la estafeta a Los Ángeles, con sus correspondientes tintes hollywoodenses y de showbusiness total. No importa: durante estos días, bajo los aros olímpicos, “símbolo del mundo unido” (Pierre de Coubertin dixit), en una travesía sentimental se fusionaron de manera extraordinaria el pasado, el presente y el futuro de un gran país, gracias a su dinamismo cultural, algo muy difícil de superar por la ciudad gringa, que permanecerá en nuestra memoria durante mucho tiempo.
AQ