Era David Copperfield, de eso estoy segura. Avanzaba yo en la lectura de la novela, emocionada por la intriga y el drama del niño pobre, y de repente la acción se interrumpía: faltaban como veinte páginas, el libro estaba mal encuadernado y esas páginas habían desaparecido. Entiendan: era yo niña, vivía en los años sesenta, no había manera de consultar en Internet, habría que pedir a los padres un nuevo ejemplar en lugar de aquel que había encontrado en el librero de la sala, entre tantos otros libros y tantos gastos de la casa, todo era complicado. Y entonces seguía leyendo pero no era lo mismo: ¿de qué me había perdido? ¿Qué podía haber ocurrido en esas páginas misteriosas que alguien olvidó poner ahí? Continué con la lectura sintiendo una especie de traición, en el libro había algo que no podría nunca entender cabalmente porque una pieza del rompecabezas estaba extraviada.
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Me gustaría mucho poder decir que el libro se había detenido en tal o cual escena, pero a duras penas recuerdo la trama, los personajes, el tono. Sin embargo, lo que permanece vívido en la memoria es la frustración de no encontrar la página siguiente; volver a tomar el libro tiempo después con la ilusión de que las páginas perdidas hubieran sido un sueño y otra vez encontrar el hueco como al despertar de la anestesia, cuando nos damos cuenta de que un trozo de tiempo se nos ha esfumado por completo.
Pasar la página será siempre una sorpresa; quizá no queremos hacerlo por ese miedo exquisito a que se termine la novela que no quisiéramos que acabara nunca, o por no sufrir una decepción. O tal vez leímos unas líneas tan reveladoras, un poema tan extraordinario que preferimos cerrar el libro y guardarlo en la memoria así por un tiempo sin retornar a él, el separador anclado en el deslumbramiento.
Cuántas veces, por el contrario, nos detenemos maquinalmente en un párrafo, sin concentrarnos o entender bien, la mente perdida en mil preocupaciones ajenas al libro, y repetimos las mismas líneas como automovilistas perdidos en una glorieta sin leerlo realmente. Podemos pasar así mucho tiempo hasta que nos obligamos a la concentración y a seguir; sólo entonces llegamos a la página siguiente.
En las pantallas ya no pasamos las páginas de la misma manera, no hojeamos, no escudriñamos el libro con tanta facilidad, no está todo en nuestras manos, si entienden lo que quiero decir: invocamos a la página siguiente en un mundo fantasmal que las desenrolla poco a poco.
A veces suceden cosas que nos exigen pasar la página, pero no podemos; quedamos congelados en un trozo de la vida o simplemente hay un hueco insalvable, como en mi ejemplar de Dickens, que impide seguir.
AQ