Paul Verlaine (1844-1896) conforma, junto con Arthur Rimbaud, la mancuerna que bautiza de novedad y escándalo a la poesía moderna. Sin duda, por la sintética explosividad de su obra y el encanto de su figura, Rimbaud ha atraído más reflectores póstumos. Curiosamente, el gran escritor y biógrafo serial Stefan Zweig escogió a Verlaine como una de sus primeras vidas ajenas a examinar. No parecería haber, de entrada, dos personalidades más opuestas que la del muy productivo y disciplinado escritor austriaco y la del poeta francés; sin embargo, Zweig forjó una fraterna semblanza de Verlaine, (recuperada por Acantilado en 2023) llena de comprensión, compasión y, sobre todo, intuición literaria.
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Por estas páginas desfilan las diversas facetas de Verlaine: el niño tímido y devoto de su madre; el muchacho sensible que sufre en la jungla escolar o el joven empleado de una compañía de seguros y del municipio de París que profesa el vicio secreto de la poesía. Desde su primera juventud, advierte Zweig, surge en Verlaine una escisión, que se irá haciendo cada vez más profunda, entre el santo y el pervertido, entre el asceta y el bohemio casi suicida. Tras la publicación de sus primeros libros, el poeta recibe la bendición, pero también el tóxico contagio del mundo literario. Cierto Verlaine mantiene algunos asideros como un trabajo y el matrimonio con la joven Mathilde Mauté; sin embargo, el inestable bardo golpea a la esposa, contrapone sus fervores políticos con sus deberes laborales y termina desempleado y con un hijo recién nacido.
Con todo, el acontecimiento culminante de la existencia de Verlaine es el encuentro con Rimbaud. La anécdota es célebre, Verlaine conoce los poemas del joven genio provinciano, le escribe, lo invita a París a hospedarse en su casa (“Ven alma grande y querida, te llamamos, te estamos esperando”) y, tras un rápido y violento flechazo, abandona a su esposa y a su hijo y emprende con su nuevo amigo una demencial fuga por varios países. Después de un par de turbulentos años de ardor creativo, excesos, reyertas pasionales (que pasan por una agresión a tiros y el encarcelamiento de Verlaine), los amantes se separan. Zweig narra con intensidad los años de penitencia de Verlaine (su reconversión al catolicismo, sus intentos de reinsertarse en la vida literaria, sus empresas agrícolas fracasadas, la muerte de su odiada e idolatrada madre) y encuentra en el arrepentimiento del poeta, y en su exaltada y tirante relación con Dios, su cima como creador. Los últimos años de Verlaine ofrecen el pintoresco espectáculo de un artista redescubierto por los jóvenes, con su oscilación entre el celo religioso y la pornografía, las recaídas en el alcohol y la muerte en la miseria en el momento en que, paradójicamente, es nombrado “príncipe de los poetas”.
Al rememorar a este desventurado clásico, el biógrafo Zweig demuestra que no requería inventar personajes para ejercer su depurado oficio de novelista y revelador de almas.
AQ