Es fácil burlarse de los perfumados, especialmente de aquellos que van por la calle dejando una estela persistente y larga, o que asfixian a la pequeña multitud congregada en los elevadores; esos cuyos ahorros no dan para comprar lociones finas, pero insisten en alegrarse la nariz y pensar que los demás lo agradecen. Los perfumados dejan un fantasma en el aire, una persona hecha de puro olor que los señala para quienes quieran rastrearlos o de plano correr hacia el otro lado.
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Llega la lluvia y la ciudad huele a árboles, pero también a coladeras inundadas: en medio de aquello, los perfumados pasan por las mañanas con su sol fresco y personal, por eso no me río de ellos, al contrario; sin decirlo defienden un poco de decencia frente a la peste de la gasolina y la basura. Noto, eso sí, que desde hace unas décadas la industria de la perfumería cambió las flores por los frutos y todo el mundo empezó a oler a postre; supongo que el perfume y el rastro de los deseos básicos, los más animales, siguen siendo indisociables —como en la novela de Patrick Süskind o en aquella película en la que salía Al Pacino, Perfume de mujer— y a éste responde también el diálogo de talcos, colonias y desodorantes que inunda las calles y el metro por las mañanas
En este mundo de intercambio de rastros y señales en el aire, desde los vigilantes de los edificios hasta los burócratas que al mediodía sacrificarán la fragancia en el altar del cilantro y la cebolla de los ricos tacos callejeros, por la mañana se ponen su colonia y las mujeres hacemos lo propio con el frasco preferido del tocador. Así los perfumes platican entre ellos, se superponen, se anulan a veces, se escapan tras un momento de olor a infancia o a sueño recordado que nos deja detenidos, preguntándonos por nuestra vida. Desde su origen los perfumes disfrazan las emanaciones del cuerpo, las tristezas económicas y las enfermedades que nadie quiere sacar a pasear.
Los olores son irrepresentables; sería imposible y quizá insoportable una película en la que oliéramos todo lo que sucede en la pantalla, y en el teatro se incorpora el olor del público. Quizá por eso se le adjudica un papel abstracto, especialmente al describir la moral: por ejemplo, los actos sospechosos huelen mal y la corrupción desde su nombre se relaciona con la putrefacción y su pestilencia. Los perfumes también disimulan metafóricamente lo que huele mal. Por ejemplo, los gobernantes gustan de perfumarse con olor a santidad, o a santidad revolucionaria; desde el poder emana esa fragancia justiciera que a muchos atrae como a las abejas. Es un perfume que quita responsabilidades y acalla otros olores, vergonzosos y terribles.
AQ