Prestarse al mundo

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De acuerdo con Montaigne, sería conveniente que fuéramos más avaros con nuestra vida y nuestro tiempo.

Michel de Montaigne, filósofo francés. (Especial)
Armando González Torres
Ciudad de México /

En su libro Angustia (Godot, 2018) la filósofa Renata Salecl admite que el rasgo distintivo de la sociedad contemporánea es la extensión de ese sentimiento, aunque esta angustia generalizada no corresponde a las razones más visibles como las guerras, las crisis económicas o las catástrofes ecológicas, sino al sentimiento de inadecuación, agotamiento, alienación y desconocimiento de sí de muchos individuos. De modo que, para algunas personas, los dilemas más desgarradores pueden ser cuestiones tan simples como la elección de una indumentaria que refleje adecuadamente la propia personalidad.

Ya en sus Ensayos, Montaigne destacaba que a menudo la conducta humana se rige por inercias impuestas desde afuera que hacen perder el control y el objetivo de la acción. De ahí la importancia de distanciarse de la hiperactividad enajenante y ejercer una administración más consciente y gozosa del escaso recurso del tiempo. “Nadie reparte su dinero entre los demás, pero todos reparten su tiempo y su vida, nada hay de lo que seamos tan pródigos como de esas cosas, las únicas para las que nos sería útil y loable la avaricia”.

Para Montaigne, los seres compulsivamente atareados en empeños inagotables e ignotos: el monarca que se empeña en acumular poder y riquezas; el negociante obsesionado en obtener ganancias; el guerrero que pelea por causas que desconoce o, incluso, el erudito en ávida búsqueda de reconocimiento, son individuos desprovistos de sí, rentados a la agitación del mundo. De ahí la necesidad del individuo que quiera conocerse, de abandonar la vorágine de la actividad inducida y de, en lugar de ofrendarse, únicamente prestarse al mundo.

A diferencia de otros que prescribían el retiro de lo mundano sin cumplirlo (Séneca, Moro), Montaigne sí predicó con el ejemplo y, cuando tenía 37 años (unos cuantos después de la muerte de su amigo La Boétie) vendió su magistratura y se instaló en su torre. No se trata de un retiro monacal, sino laico, mediante el cual buscaría reanudar la discusión consigo mismo y con algunos difuntos. Como señala Jesús Navarro, en Pensar sin certezas: Montaigne y el arte de conversar (FCE, 2007), Montaigne transita de la vida activa no a la contemplativa (cargada de connotaciones teológicas), sino a la vida ociosa, más compatible con su tarea de auto-observación, y muy propicia para el surgimiento del extravagante género del ensayo. Montaigne pretende superar el estado cataléptico para consigo mismo que implica la hiperactividad con el estado de máxima alerta de sí que permite el ocio.

El retiro no implica evasión de la realidad o la responsabilidad, Montaigne dedica algo de tiempo a administrar la hacienda familiar y a cumplir sus relevantes tareas como mediador político. No se trata, pues, de renunciar a la acción, sino de procurar un mayor equilibrio entre los sentimientos de productividad y realización y de buscar un significado más personal y lúdico al siempre complicado trato del individuo con el mundo.

AQ

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