Un niño muere atropellado el mismo día que sus padres encargan su pastel de cumpleaños. Inmersos en el duelo, partidos por un dolor sin nombre, los padres olvidan recoger el postre. Ante las llamadas del pastelero para recordarles el pedido, ambos piensan que se trata de una broma cruel, que el destino conspira para escupirles en la cara. Finalmente enfrentan al enemigo en su terreno: quieren matarlo para acabar con el contraste que les provoca su dulce cotidianidad vaciada de tristeza. Una madrugada, en el interior del negocio, reparan en que el pastelero no actuó a propósito. Tranquilos y protegidos por este repostero amable, enternecido y corpulento, sus estómagos rugen por el olor de los panes recién hechos. Vuelven a vivir luego de la tragedia. La historia se titula “Parece una tontería” y es uno de los cuentos más deslumbrantes de Raymond Carver. Una metáfora increíble sobre por qué comer es un acto necesario más allá de lo biológico. Si algo sigue luego del espanto, del duelo, es el primer bocado.
El nuevo libro de Carlos Martín Briceño, Cocina yucateca. Crónicas de infancia y recetas de mi madre (Ficticia Editorial 2024) me remitió a este cuento. A través de estampas y de escenas familiares, de momentos de la niñez enmarcados en espacios extintos o irrescatables, Carlos nos pasea por su memoria gastronómica. Sus platillos favoritos son una carta de identidad; a veces, investigaciones geniales sobre los orígenes irrastreables de comidas deliciosas. Sus recetas reivindican a su madre y a personas que perduran en él gracias al cariño y las tradiciones inculcadas. Comer en Yucatán no es cualquier cosa: es, sin duda, una representación del mestizaje, del folclor de una ciudad hundida en el calor abrasador, un festival de caldos, carnes, mariscos; o recuerdos infantiles con una dosis de Choco Milk y masas fritas.
Como menciona el propio Martín Briceño, los sabores y los aromas disparan los recuerdos. Y qué son nuestros platillos favoritos si no un gran recopilatorio de anécdotas y momentos hermosos. O, como apunta Mónica Lavín en el prólogo: “Un anecdotario que se comparte mientras la luz de los sabores nos inunda de placer”. Son, como en el cuento de Carver, una gran excusa para volver a vivir. Después del embate, comemos para celebrar nuestra permanencia en el mundo.
Este libro me hizo pensar en un pastel de carne humeante y en cremas de zanahoria y champiñón, los platillos favoritos de Jesús, mi papá, quien murió hace dos años y cocinaba como si estuviera en un concurso televisado. Me recordó a mi pareja, Paola: la mujer que me enseñó a Comer, en mayúsculas, y quien demuestra su cariño con alimentos exquisitos. Me regresó a las tardes luego de la primaria cuando llegaba manchado de tierra kankab (o tierra roja) por los partidos de futbol, y mi mamá preparaba un corte de cuete con arroz. Yo sentía que eso era felicidad. Que, por un momento, el mundo se detenía para que disfrutara.
Encuentro en las crónicas de Carlos Martín Briceño esa literatura que saboreo: la de las historias mínimas que hornean una realidad más grande. Van envueltas en nostalgia, aderezadas con un homenaje a los seres queridos y condimentadas con los recursos de la ficción, aunque se trate de argumentos montados en el plato de la realidad. Son crónicas tan disfrutables como un potaje de lentejas o unos tacos de relleno negro, por mencionar dos comidas que disfruto mucho. Sentados en la mesa, las diferencias entre leer y comer se tambalean, como funambulistas, en la línea delgada pero firme que compone a la crónica: la de reconstruir el pasado como lo recordamos. Los hechos, aunque brumosos, siempre mantienen su esencia vital.
Reconozco que me hubiera encantado en mi infancia ser amigo de Carlos, y que me invitara a comer a su casa luego de la escuela. Por otra parte, me resulta genial que, al compás de los platillos, el autor conjugue otra de sus grandes pasiones: la literatura. Además de recuerdos y recetas, aquí encontrarán referencias a Rosario Castellanos, Ermilo Abreu Gómez, Marcel Proust, José Emilio Pacheco, entre otros autores. También descubrirán, con ese toque sencillo pero profundo que caracteriza a Carlos Martín Briceño, que la comida es, sin duda, una síntesis del universo que nos conforma.
AQ