Tango en la Puerta de Alcalá

Café Madrid

Un evento de promoción turística reunió en Madrid a dos exponentes de la sensualidad tanguera a los ojos de un puñado de afortunados espectadores.

Mora Godoy y Ramiro Javier Izurieta bailan frente a la Puerta de Alcalá. (Cortesía: Embajada de Argentina en España)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Sobre una tarima negra y caliente, Mora Godoy y Ramiro Javier Izurieta avanzan y retroceden muy juntitos. Cambian de dirección, se enroscan con las manos y las piernas y, ya fundidos, se contonean al ritmo que marca el bandoneón. Él dirige el baile, ella lo sigue. Los dos se clavan la mirada y desafían la ley de gravedad con delicadeza. Giran, cambian de lado, lucen sus esbeltas figuras y su lujoso vestuario. Y sudan, también sudan porque a esta hora de la tarde el calor seco de Madrid es implacable.

Mora y Ramiro dan una lección de tango rodeados por un puñado de transeúntes. Están en la céntrica, castiza y chulapa Puerta de Alcalá (“ahí está, ahí está / viendo pasar el tiempo…”), pero ellos bailan con la intensidad de quien se mueve en un arrabal rioplatense o en la bonaerense calle Corrientes. No obstante, el sexteto de músicos tangueros ha sido suplido por unas enormes bocinas. También hay una pantalla gigante donde se proyecta una sucesión de paisajes argentinos. Es que, en realidad, se trata de una actividad de la embajada de Argentina en España para atraer turistas. No importa: la exhibición coreográfica es de primer nivel.

Mora Godoy —el brillo en los ojos y en la tela del vestido— lleva 30 años bailando tango en escenarios de muchas partes del mundo (y hasta ha bailado con el mismísimo Barack Obama). Es un rostro popular en la televisión argentina y desde hace casi dos décadas promueve a escala internacional el baile más emblemático de su país (y de Uruguay, no lo olvidemos) con su propia Compañía de Danza. “¿Qué es para ti el tango, Mora?”, le preguntó una vez un cursi advenedizo. “Un romance contado en tres minutos”, respondió ella, como para no desentonar.

Ramiro Izurieta —el traje y la corbata azul marino a rayas— se contagió de covid-19 en su Buenos Aires natal y el de hoy, dijo, es su primer baile en más de un año. Es amigo de Mora desde hace más de una década, cuando trabajaron juntos en Italia. Esta exhibición madrileña comenzó con los acordes de La Yumba y acabó, cómo no, con “el tango de los tangos”, La Cumparcita. El público no fue numeroso (pero sí muy entregado). Sería por la caló. Sería porque el evento no fue muy publicitado. Sería porque no regalaban empanadas o choripán. Pero en un caso como este, en la sencillez reside la elegancia. Y ahí estábamos los que quisimos estar.

El tango, decíamos, también pertenece a Uruguay. De hecho, cuando en 2009 la Unesco lo declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad especificó que, por desarrollarse en la confluencia de ambos países, esta danza tradicional era de los dos. Aunque, bueno, ya lo saben, la disputa entre estas naciones no ha sido únicamente por el tango. También por el origen de Carlos Gardel. Pero esa es otra historia.

A mí me gusta la sensualidad y el coctel de emociones que ofrece el tango: tristeza, melancolía, pasión, fogosidad, éxito, fracaso. Me fascinan sus raíces barriales y sus letras fatalistas, salpicadas de ese lenguaje llamado lunfardo. Su embelesamiento, “entre burlón y compadrito”. Su infaltable bandoneón. Y el ambiente que envuelve todas sus milongas. Me aficioné a él gracias a la extraordinaria voz de Susana Rinaldi (¡eterna Susana!) y me sé de memoria, claro, A media luz, El día que me quieras, Por una cabeza e, incluso, los dardos verbales de Cuesta abajo (“la vergüenza de haber sido / y el dolor de ya no ser”). Pero mi tango favorito es Cambalache.

Quizá no hay otra canción que resuma en tres minutos toda la historia del siglo XX. Fue escrito, quizá ya lo saben, en la década de los 30 por el músico y dramaturgo Santos Discépolo, también compositor de otro “tango de oro”, Cafetín de Buenos Aires, y es la crónica más sucinta y certera de la época infame que todavía perdura. Así que después de ver bailar a Mora y a Ramiro dejé atrás la Puerta de Alcalá y volví a casa cantando Cambalache: “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé. / En el quinientos seis y en el dos mil también. / Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, /contentos y amargaos, valores y dublé. / Pero que el siglo veinte es un despliegue / de maldad insolente ya no hay quien lo niegue. / Vivimos revolcaos en un merengue / y en un mismo lodo todos manoseaos”.

AQ

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