Tapete sanitizante | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

El tapete sanitizante en todas partes será a la larga el símbolo de nuestra desconfianza, la desazón y la esperanza en el futuro que nunca muere y algo deja.

"Yo me pregunto qué hacen por todas partes, terrosos y amargados". (Foto: Mauricio Román)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Desde que nos dijeron que los tapetes sanitizantes (menudo adjetivo) no sirven para gran cosa contra el covid, los pisamos con cierto desprecio y ganas de mandarlos a volar, pero nadie los quita. Yo me pregunto qué hacen por todas partes, terrosos y amargados, sin charquito de desinfectante ni perro que les ladre, a veces pateados en algún rincón, junto a la infaltable jerga seca y arrugada. Los dos tapetes negros en fila, uno liso y otro con rugosidades de diseño pop, son más similares a aquellas plantas de plástico que a la larga se pondrán grises; mejor sería regresar al clásico tapete peludo que hasta chicles atrapaba.

Habrá quien piensa ahorrarse la limpieza dejando que uno recoja un poco de polvo del tapete en la mullida suela y lo esparza cuidadosamente, paso a paso, por todo el local. O será quizá un signo de que, aunque la plaga amaine, se siguen tomando todas las precauciones, incluidas las aparentemente inútiles. Si fuera así, habríamos de cargar estampitas religiosas y gotitas mágicas, como ciertos individuos que nos gobiernan, a la espera de que se arreglen las desgracias por obra del altísimo.

En los hospitales y los consultorios, eso sí, no faltan los tapetes con todo y su agua mágica, y ahí se justifica su uso por la necesidad de desinfección contra toda clase de enfermedades que llegan en los zapatos, amén de las que reptan por las piernas. Pero el tapete sanitizante en todas partes será a la larga el símbolo de nuestra desconfianza, la desazón y la esperanza en el futuro que nunca muere y algo deja, a pesar de los destrozos que han caracterizado a estos años. Ahora que salimos, cada vez más, a la gloria de vernos y abrazarnos sin tanto temor, ahora que ya casi, ya casi, nos quitaremos las mascarillas en los interiores —y debo confesar que ya me acostumbré a la dichosa máscara, hasta siento temor de quitármela, traer la cara desnuda y desprotegida— miro los tapetes sanitizantes tercos y polvosos por todas partes como una de esas costumbres que pervivirán por siempre, como los nudos imposibles de deshacer en las bolsas de plástico del mercado. Serán uno de tantos sucedáneos del “no sea cochino” con que se educa en la limpieza a todo mexicano de pro.

Y ahora que nuestra vida son los virus que nos atacarán hasta morir, resulta que un hongo maligno secó la palmera de Reforma y hubo hasta una bonita ceremonia para despedirla. Al parecer se aceptan las sugerencias para sustituir a la agraciada planta con una especie que no corra tantos riesgos; yo he decidido proponer que en su lugar se siembre una gran jardinera con forma de tapete sanitizante. No faltará quien la pise por los siglos de los siglos, amén.

AQ

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