Un siglo de periodismo exquisito

Café Madrid

Las páginas de ‘The New Yorker’ han sido una escuela de periodismo para muchos periodistas, pero esta historia de éxito en realidad surgió de un fracaso.

La revista The New Yorker publicó su primera edición el 17 de febrero de 1925. (Especial)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Además de los cursos y talleres, es en las páginas de The New Yorker donde más he aprendido a hacer periodismo. Prácticamente cada uno de sus perfiles, crónicas y reportajes de largo aliento han sido para mí una clase magistral de cómo reportear y escribir. Ahí he descubierto a autores clásicos y noveles en la profesión, así como una variedad de herramientas y estilos para narrar la realidad con arte y precisión. Ahí, también, escriben tres de mis grandes maestros: Alma Guillermoprieto, Jon Lee Anderson y Francisco Goldman. Se trata —no les digo nada que no sepan— de una revista exquisita, incluso sofisticada, que constituye una altísima dosis de cultura semanal.

Pero el triunfo del New Yorker tuvo su origen en un fracaso. Hace un siglo, Harold Ross, un periodista que había sido soldado en la Primera Guerra Mundial, tuvo la idea de crear una revista cómica y frívola (“llena de alegría, ingenio y sátira”) para competir, sobre todo, con Vanity Fair. Pronto se dio cuenta de que ni los anunciantes ni el público respondían a su proyecto. Si no fuera porque convenció a un banquero con él solía jugar al póker para que la recatara con una fuerte inversión, tal vez hoy no estaríamos hablando de una de las publicaciones que ocupan un capítulo especial en la historia del periodismo mundial.

Con dinero y astucia, Ross empezó a fichar a un grupo de caricaturistas, verificadores de datos, así como a los principales reporteros y escritores de poesía, ensayo, cuentos y novelas. De esta manera, lo mejor de la intelectualidad neoyorquina se fue reuniendo en torno a la redacción de una revista de impacto nacional e internacional. La fórmula de su éxito: portadas que son obras de arte, edición meticulosa, prosa superior, dibujos divertidos y periodismo sólido. En sus páginas —no lo olviden— aparecieron reportajes tan emblemáticos como Hiroshima de John Hersey, A sangre fría de Truman Capote, Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt o los trabajos de Janet Flanner sobre Hitler y el Mariscal Pétain, los de A. J. Liebling sobre la liberación de Francia o los juicios de Núremberg contados por Rebecca West.

No obstante, todo hay que decirlo, en varias ocasiones se ha acusado al semanario de no arriesgar en sus temas y estilo. Tom Wolfe, por ejemplo, dijo que era una publicación “demasiado formal y contenida, demasiado burguesa” y calificó al director de la revista bellamente homenajeada por Wes Anderson en La crónica francesa como una “momia” y a los miembros de su redacción como “vejestorios chocando los unos contra los otros.” Y últimamente se le achaca el exceso de análisis políticos hechos por y para “la izquierda exquisita”.

Con todo, ha seguido en pie a pesar de atravesar severas crisis económicas y de su venta a un nuevo propietario, el grupo Condé Nast. También ha logrado frenar la tiranía de los diseñadores: fotos enormes, textos cortos y abundantes espacios en blanco. En The New Yorker ellos tienen que joderse, porque ahí lo más importante son los extensos textos de sus reporteros y escritores. Lo saben bien: es una revista para leer, no para ver. ¡Como debe ser!

En el mundo hispano varias veces se ha tratado de emularla, pero cada intento ha derivado en un fracaso absoluto o en una existencia lánguida y alejada de la idea original. No es de extrañar, pues en nuestros países en muchos medios no existe perspectiva a largo plazo y los empresarios o editores caen en la contradicción de que “los lectores no leen”. Además, casi nunca les dan a sus reporteros tiempo para investigar, tiempo para escribir y espacio para publicar. Tampoco hay sueldos dignos ni se esfuerzan por educar al público para estar ávido de trabajos de largo aliento.

En su estupendo número de aniversario (que ya guardo como un tesoro), el actual director de The New Yorker, David Remnick, dice ser consciente de que este centenario se celebra cuando Trump ha declarado a la prensa como “el enemigo”, pero no se rinde: “persistimos en nuestro compromiso con una revista de registro e imaginación, reportajes, poesía y arte, comentarios sobre la actualidad y reflexiones sobre nuestra época”.

AQ

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