Conocí la poesía afrodisiaca y subversiva de Gerardo Deniz (1934-2014) por mis amigos Fernando Fernández (de quien ya comienza a circular su Mar en turco, que recoge su entrañable y vasta erudición deniziana) y Julio Hubard. Era la mitad de los años ochenta, hacíamos un taller literario en casa de Julio y compartíamos el deslumbramiento por ese profeta hermético que, en ese entonces apenas con un puñado de títulos (Adrede, Gatuperio y Enroque), contagiaba a las nuevas generaciones con su ánimo de experimentación y provocación.
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Pese al entusiasmo que había despertado en figuras como Octavio Paz y a la aparición de sus primeros libros en editoriales canónicas, la recepción de la obra de Deniz fue muy accidentada, enfrentó múltiples remilgos y generó un inusual y divertido debate, lleno de sal y pimienta, sobre lo que podía, o no, denominarse poesía. Puede entenderse la incomodidad que despertaba Deniz en algunos lectores, pues su escritura atentaba contra rasgos (la inteligibilidad, la confidencia sentimental o la intencionalidad social y política) muy arraigados en la lírica de la época.
Por lo demás, a diferencia de otros autores más dialogantes con su tiempo y en los que se podían rastrear (a veces muy fácilmente) sus fuentes y genealogías, la poesía de Deniz estaba surcada por un aire extraterritorial y atemporal, proveniente de vocabularios exóticos o remotas mitologías. Cierto, en Deniz, aparte de sus bien leídos clásicos, se cruzaban los más heterogéneos intereses científicos y humanísticos, con la experiencia del corrector y traductor omnívoro (desde manuales técnicos hasta algunos de los libros más notables de la historia, la antropología y la filosofía moderna) y, sobre todo, con el instinto del anarquista poético. Así, este cultivo de la dificultad inteligente y del referente excéntrico respondía a lo más profundo de su carácter y vivencias.
Todo ello generaba una poesía tan desconcertante como estimulante, que mezclaba anacronismos, jerga especializada y neologismos; que reunía las referencias clásicas con las leperadas y que asombraba con su novedad, humor y hondura. En ese campo de juegos, que para Deniz era el lenguaje, el escritor hacía sus extravagantes apuestas y sus virtuosas cabriolas. Esta poesía podía parecer libresca; sin embargo, uno de sus principales atractivos era la corporalidad de su léxico, lleno de coitos y seducciones, de señores de ojo alegre y hembras de “miembros fruticosos”. Igualmente, bajo el juego experimental, la delectación con el idioma y la ironía, la poesía de Deniz abrigaba una arraigada conciencia de la fugacidad de la vida y una disimulada ternura hacia el mundo. Por su virtuosa ambivalencia, existen, al menos, dos fecundas opciones para acercarse a la poesía de este joven nonagenario: por un lado, la tentación de desentrañar sus enigmas; por el otro, la de abandonarse a la seducción musical, la cauda de imágenes sorpresivas y los insólitos ayuntamientos de esta gran aventura del idioma.
AQ