Los relojes y nuestra conciencia miden el tiempo de manera diferente. Incluso sin conocer las teorías de Einstein, todos somos relativistas temporales. Para tu hijo de seis años, un adolescente es alguien “muy mayor”; en cambio, tu madre alude a sus amigos como “chicos de mi edad”. A ojos de cada cual, jóvenes son siempre sus coetáneos. Llevamos la juventud con nosotros, la expandimos a medida que sumamos años. Sorda al diccionario y al calendario, la palabra se vuelve elástica al brotar de nuestros labios.
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El discurso público, las imágenes fabricadas por la moda, la publicidad y las canciones adulan el atractivo juvenil. De la vejez se habla con sentimentalismo —o, más a menudo, se guarda silencio—. El cuerpo de los unos se exhibe sublimado, mientras los otros se sienten invisibles. Envejecer es tan inevitable como imperdonable: nuestros inviernos nos empujan hacia la fecha de caducidad social. Cuentan que la escritora Agatha Christie recomendaba emparejarse con arqueólogos, los únicos capaces de encontrarte más interesante cada año. El imaginario del espectáculo esconde a los ancianos, los convierte en extraños, un menosprecio inconcebible en los orígenes de nuestra civilización. La Ilíada culmina con una escena poderosa: el viejo Príamo acude a reclamar el cadáver de su hijo Héctor, besando las manos de Aquiles, su asesino. Rodeados por la sangre y el horror de la guerra, el desconsolado rey y el conmovido guerrero, un anciano y un joven, lloran juntos por su desgracia.
La ciencia arroja luz sobre este lazo generacional: los biólogos han comprobado que las crías de cetáceos con abuelas sobreviven mejor. De hecho, la prolongada vitalidad tras la edad fértil es un don extraordinario de la naturaleza a nuestra especie. Estudios sobre las últimas tribus cazadoras-recolectoras del planeta, como los hazdas, muestran que la diferencia entre tener o no tener una abuela viva aumenta enormemente la esperanza de vida infantil. Gracias a la colaboración de los mayores, nuestra especie es más numerosa y longeva; y la vida, menos endeble. Sus cuidados a los nietos son una inmensa riqueza silenciada. El éxito demográfico del ser humano se debe precisamente a la capacidad de crear fuertes vínculos entre generaciones. En la última película de Kurosawa, Madadayo, los alumnos acuden cada primavera a celebrar el cumpleaños de su anciano maestro, ya retirado en el campo. Repiten el ritual aprendido, elevando un vaso de cerveza: “¿Estás listo, profesor?”. Y él, año tras año, responde: “Todavía no, todavía no”, porque aún se siente anudado a la vida. Hoy más que nunca, corremos el riesgo de agravar los estereotipos y ahondar la grieta entre la juventud y la vejez. Nuestra época parece mirar la edad tardía como una carga, mientras cargamos sobre sus espaldas el peso de los niños. Les exige sostener con sus ingresos y apoyo el andamiaje familiar, y a la vez les invita sutilmente a encerrarse en sus casas, aislados del escenario social.
Por eso vuelves ahora a las primeras estrofas de la Ilíada, teñidas de peste y cólera. Tras nueve años de asedio infructuoso a la ciudadela troyana, los griegos capturan a la joven Criseida y la sortean como botín de guerra. Crises, el encorvado padre de la chica, suplica al general enemigo ofreciendo un rescate, pero sólo recibe palabras ásperas y despectivas: “Viejo, que no vuelva a encontrarte junto a las cóncavas naves. No pienso dejar marchar a tu hija. Vete y no me provoques”. Crises, en humillado silencio, se aleja con paso frágil. Airado por el maltrato al anciano, Apolo castiga a los arrogantes con una enfermedad mortal. Durante nueve días, las flechas del dios furioso sobrevuelan al ejército invasor, dejando una oscura estela de muertes, hasta que los griegos piden perdón a Crises y le devuelven a su hija. La epopeya que dio origen a nuestra literatura se abre y se cierra con un elogio a la dignidad de los mayores. El mito nos invita a estrechar el abrazo entre las generaciones: la primera epidemia europea narrada por poetas terminó gracias a un acto de justicia y amabilidad hacia un anciano.
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