Todo sobre la sicalipsis y el cuplé

Café Madrid

Estos géneros musicales, más allá de meramente escandalizar, hablaban de los temas que interesaban a la agenda pública de su tiempo.

Raquel Meller, cantante española. (Especial)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Paquita era una modistilla, es decir, una costurera venida a menos, que en la Barcelona de principios del siglo XX deambulaba por un camino lleno de carencias. Un día, mientras zurcía una falda, una vedette de la vieja guardia cabaretera la escuchó cantar y al instante le propuso que se dedicara a los escenarios. Paquita era joven, guapa y aficionada a la canción popular, así que se animó a maquillarse en exceso y a vestirse con plumas y lentejuelas para lanzarse al juicio del público. Aprobó y entonces, muy segura de sí misma, se autonombró Raquel Meller y comenzó a desmenuzar el espectro de sus posibilidades interpretativas por toda España y parte del extranjero. Fue, por eso, la primera gran diva de la sicalipsis, un término ahora en desuso, que englobaba el arte de las diosas del placer, eléctricas, dadalizadas, lúbricas, dandificadas, burbujeantes, dinámicas, excéntricas, desnortadas, bohemias, audaces, emancipadas, chulescas, epilépticas, frívolas y futuristas (todo a la vez) de los teatros, teatruchos, tugurios y salones de la baja cultura de la España del novecientos.

Lo sé porque llevo varios días sumido en esa fascinante galaxia de la perdición. Primero fui a ver Por los ojos de Raquel Meller, la magnífica versión biográfica-musical sobre la artista, que todos los domingos llena el Teatro Tribueñe, una sala off del circuito escénico madrileño, protagonizada por Helena Amado, dueña de una voz tan dulce como estentórea. La escenografía está hecha de papel, cartón, y luces multicolores. Una pianista solitaria se encarga de la melodía de casi todo el repertorio. Y un reducido equipo de actores desparrama todo su talento sobre un pequeño escenario. Con eso basta y sobra.

Luego, maravillado por tan sublime obra, devoré las más de 500 páginas de Sicalípticas. El gran libro del cuplé y la sicalipsis (Editorial La Felguera), escrito por Gloria G. Durán, investigadora de la cultura popular, e ilustrado con un montón de fotografías y recortes de prensa del arranque del siglo XX. Ahí la autora sostiene que las cupletistas fueron las primeras celebridades de la cultura de masas local. “No eran cantantes, ni bailarinas, ni flamencas, ni actrices, sino sólo un poco de cada una de esas cosas”, define. Y el cuplé, nos ilustra, no sólo era romántico o cursi. Era un género de la canción que “hablaba de los temas que interesaban a la agenda pública de su tiempo: el cambiante rol de la mujer, los cambios en el papel de los hombres en las relaciones de pareja, la libertad sexual, el ambiente político, la inflación o los cambios en el gobierno”.

Antes de enterarme de esto, he de confesar, mi conocimiento sobre el tema se limitaba a la proyección de El último cuplé, película protagonizada por Sara Montiel en 1957. En ese año, desde la pantalla grande, la actriz internacionalizó temas como La violetera, Fumando espero y El relicario. Pero, quizá por la censura de la época, pienso hoy, el film de la Saritísima omitió canciones picantes o críticas como El corsé de Venus, El diputado, ¡Ay, Manolo! o La llave, temas ideales para integrarlos, por cierto, a la banda sonora de nuestras desencantadas vidas pospandémicas, a ver si así las podemos alegrar un poco.

La sicalipsis, añade Gloria G. Durán, “fue más bien una actitud, una picardía erótica, insinuada o sugerida o subida de tono. Pudiera ser que el origen de la palabra fuese una suerte de bizarra combinación entre la epilepsia y la sífilis, dos enfermedades que sobrevolaron los espectáculos de masas: bailes de contorsiones irregulares que daban rienda suelta a la promiscuidad que, su vez, derivaba en “el mal del amor”, esa sífilis tan común entre los bohemios y los aristócratas”. Durante el franquismo, lleno de censores y religiosos fundamentalistas, el cuplé, que había llegado a España desde los cabarets de París, derivó en zarzuelas y coplas folclóricas (que no están mal, todo hay que decirlo). Mucho tiempo después, tal vez la renovación del cuplé se encuentre reflejada en el reguetón y en la música urbana, “entre autotuning y resaca pandémica, con Diógenes y algo de plásticos, con nuevos repertorios de movimientos epilépticos asfálticos”, como dice Gloria G. Durán. Pero a mí, será por la edad o yo qué sé, me gustan más los cuplés y las coplas.


AQ

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