Cuando la tía Marucha llegaba a la cena de Nochebuena, las mujeres abrazaban sus bolsas y mi madre se apresuraba a pasar llave a las habitaciones. En segundos desaparecía una cartera, un perfume, un regalo todavía envuelto. Una vez, con los invitados ya de copas, se marchó cargando el frutero con manzanas, peras y nueces. Otra, en la que tuvo marcaje personal, solo pudo hacerse de un paquete de servilletas. No terminaba la noche sin robarse algo, así fuese una veladora. Mi padre decía: Tan guapa la Marucha y tan pinche ladrona. Es cleptómana, aclaraba mamá apenada por su hermana.
Esa fue la última Navidad de mis padres. Yo sabía que se iban a separar, pero Pamela no. Nadie quería decírselo a mi hermana y menos con los familiares reunidos, el bacalao y la hueva de lisa sobre la mesa, y el árbol que adornamos subidas a una escalera. Marucha adoraba la Navidad y esa noche traía un vestido estupendo ⎯robado de algún almacén seguramente⎯ y un bolso muy grande. Todos nos fijamos en el tamaño del bolso y mi madre, preocupada, me pidió no quitarle el ojo de encima.
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Pero me distraje. Después de la cena, papá nos llamó a Pamela y a mí para los regalos. Sabía que me gustaban mucho los libros y me obsequió Las aventuras de Tom Sawyer, y a ella, El cascanueces de Hoffmann. Nos abrazó juntas, fuerte, no quería soltarnos. Pamela se miraba contenta, emocionada, ingenua. Deseé que nunca se enterara de lo que yo ya sabía.
Mi padre había escrito en cada libro una dedicatoria. La mía versaba sobre buenos deseos para mi futuro. No venía la palabra adiós, pero sí viaje muy largo. Pamela no conocía bien la letra manuscrita, así que me tocó leerle la suya: “Querida Pamela, este libro que traes en tus manos…” me interrumpí para que no oyera Viaje muy largo, puse el libro a un lado y le dije que terminaríamos después. Pero el libro desapareció esa noche y Pamela nunca conoció su dedicatoria.
No volvimos a ver a mi padre. Solo en contadas ocasiones, cuando ya se había convertido en un extraño para nosotras.
La tía Marucha empeoró con el paso del tiempo, se agudizó su cleptomanía y la Navidad se convirtió en su obsesión. Apartaba la mirada de su casa cuando pasaba por ahí con mis amigos de la secundaria, porque sabía del diablito en su medidor de luz. Cascadas de luces caían de los techos, foquitos de colores parpadeaban en los setos, tiras de luces culebreaban en los troncos y las ramas de los árboles. Coronas, nochebuenas, estrellas de Belén. Y un Santa Claus con un farol junto a la reja. Cada año aumentaba la colección de su jardín.
Un infarto fulminante se llevó a Marucha un diciembre justo cuando yo terminaba la carrera en Letras. Algunos parientes se interesaron en recuperar sus antiguas pertenencias. Pamela quería su libro con dedicatoria. Le dije que la acompañaría a casa de la tía.
Empujamos la puerta y la Navidad se nos vino encima. Arbolitos con campanas, copos de nieve cristalinos, pesebres por doquier. Una villa del Polo Norte en miniatura, un trenecito de elfos alrededor de un pino. Guirnaldas, bayas rojas y doradas. Esferas, esferas, esferas... Pamela y yo penetramos la fantasía navideña de Marucha. Pasamos junto a Baltasar ¿o sería Melchor? Sobre una mesa había libros apilados. Pamela encontró el suyo y lo apretó con ternura sobre su pecho. Me sorprendió encontrar una antigua edición inglesa de A Christmas Carol de Dickens. Hojeé el libro y el olor a papel viejo me envolvió. No quería devolverlo. Me entraron unos irreprimibles deseos de llevármelo conmigo. Algo hacía combustión en mi pecho. Pamela leía con una sonrisa íntima su antigua dedicatoria. Aproveché para meter el libro de Dickens en mi mochila sin que se diera cuenta. ¿Quién lo iba a notar? Y mientras ella me contaba de los buenos deseos en las líneas de mi padre, yo pensaba en el tesoro escondido en mi mochila.
Gará Castro (Mérida, Yucatán)Premio Estatal de Cuento por “El espíritu de las letras” en 2015. Es autora del libro de cuentos 'Familias perfectas' (Ficticia, 2022).
AQ