El otro día, después de pasar frente a una sombrerería en el centro de la ciudad, me imaginé que los sombreros deben sentirse tristes por las noches, como cascarones vacíos, sin cabezas que los habiten fuera de los poquísimos clientes que se habrán llevado alguno. Y es que, en realidad, ya poca gente lleva sombrero: capuchas para la lluvia, horrendas gorras, eso sí, y quien porta un sombrero tradicional, ya sea hombre o mujer, lo hace un poco para distinguirse, para darse carácter, como extravagancia o quizá como protesta. Qué belleza los sombreros, ¿cuándo se dejaron de usar?
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Serían parte de una construcción: pienso en la belle époque, con aquellas pamelas enormes, pobladas de flores, encajes y pájaros que ponían a prueba el equilibrio de las portadoras (la combinación con el corsé debía ser cuando menos retadora, a la hora de cruzar la calle dignas y erguidas). Y a estos jardines capitales, no siempre gigantes es cierto, correspondían los negros sombreros de tubo de chimenea en los caballeros. Viéndolo bien, en todas las épocas la vestimenta emula a las ciudades: en aquel comienzo de siglo, fábricas y parques, surcados por bombines y cachuchas como autos y carruajes. Como si la divinidad, a la que solemos situar en el cielo o en alguna parte superior de manera equivalente, mirara en los sombreros la tónica del paisaje humano.
Con la Primera Guerra Mundial, aquel paisaje desapareció y los sombreros de las mujeres se convirtieron en pequeños cascos encantadores y livianos, y se ahorró en telas y faldas para que pudieran salir a trabajar sin tener que hacer equilibrios por las aceras. Los hombres usaban el sombrero de carrete, cosa curiosa. Y los sombreros de las mujeres fueron desapareciendo: en los cuarenta, cuando la otra guerra, llevaban pequeños velos como viudas anticipadas.
Con las cabelleras liberadas de los años sesenta, los sombreros se fueron abandonando en las sombrererías, de las cuales quedan pocas para los turistas. Qué rara vida la de los sombreros de vestir en la ciudad que alguna vez fueron importantes, incluso indispensables –los que protegen del sol en el campo y la playa lo siguen siendo–; un techo portátil pero también una parte de nuestra identidad. Quizá los sombreros llevaban a pasear los pensamientos para conducirlos como en carroza, pero los pensamientos y los juicios se fueron trasladando poco a poco a las cabelleras que tienden a despeinarse y son inconstantes. Ya lo advirtió Ramón Gómez de la Serna en una greguería: “Cuando nos llueve sin llevar sombrero, nos crecen ideas vegetales”. Ahora los pensamientos ya no viajan en la cabeza: habrá que ponerle sombrero al celular.
AQ