Dan venía en el vuelo de Toronto. Supo que ya habían aterrizado y le marcó a su número celular, pero no contestó. Se imaginó que estaría pasando los controles y las aduanas, esperando las maletas que siempre tardaban tanto en aparecer en la banda, entre todo el gentío que viajaba justo el día de Navidad y en plena pandemia.
Seguramente por eso no contestaba, pensó. Había muchísima gente en el aeropuerto, viajeros de todos los vuelos llegaban cargando bultos, regalos, se abrazaban, se quitaban la mascarilla para darse besos. Gabriela se había situado lo más apartada que podía, a un costado de las puertas automáticas, y casi la atropella toda esa gente, algunos con esas ridículas cornamentas de peluche o gorros de Santa Claus. Estaba llena de energía y eso que había pasado el día entero cocinando la cena: de estilo muy mexicano, con mole y mezcal.
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Dan era su regalo de Navidad. Seguro que traería puesta la camisa azul que tan bien le quedaba aquella vez que se quedaron mirando las pantallas como bobos y hubo sol y palabras bonitas. Besaron las pantallas de sus computadoras y decidieron reunirse, después de tantos mensajes, fotografías, chats, llamadas ansiosas.
La gente dejó de brotar y ella siguió esperando; seguro tardaría en recoger su maleta. Un rato después seguían saliendo grupos de pasajeros, pero no estaba Dan por ningún lado, o por lo menos no el Dan de la pantalla, de pelo castaño y ojos enamorados. Volvió a marcar en su celular luego de enviar un mensaje, pero no recibió respuesta. Fue a dar una vuelta, por si ya había salido. El cubrebocas le molestaba, trataba de mantenerse aparte, pero era imposible. La ilusión de verse era mayor que el miedo al contagio. Habían hablado incluso de enfermarse juntos, de tanto deseo de tocarse.
La gente llegaba, se reunía con sus viajeros y partía, despejando un momento los pasillos helados. Gabriela regresó a la sala de espera. Al fondo, pegado a la pared, un hombre gordo, de piel oscura y camisa a cuadros, junto a dos maletas grandes, miraba su celular como si esperara a alguien que venía a buscarlo. Se imaginó a Dan en la misma situación y volvió a dar una vuelta; tal vez su teléfono se había descompuesto, o tuvo que tomar otro vuelo. Si ese era el caso, podría haberle avisado.
En la aerolínea le confirmaron que el vuelo de Toronto había aterrizado hacía como dos horas; las colas de la aduana y el equipaje son muy largas, le explicó una empleada. Seguro todos los viajeros llegaban a una cena como la que le había preparado a Dan, de bacalao y romeritos. Y un helado de rosas rojas con chocolate amargo. Regresó y ahí seguía el hombre gordo. Se miraron brevemente y pareció sonreír bajo el cubrebocas.
Una nueva camada de pasajeros salió por las puertas translúcidas, gritoneaban en ruso o alemán; traían mucho equipaje y lo pusieron en medio del paso. Ella daba saltos angustiada para distinguir a Dan: quizá era chaparrísimo. Quizá la vio como era y decidió escapar. La gente se dispersó. Se sentía decepcionada pero tenía miedo de que a Dan le hubiera pasado algo, con los aduaneros, por ejemplo. Que ella supiera, Dan no consumía drogas. Quizá le traía un perfume y lo habían detenido para quitárselo; le había dicho que le llevaba una sorpresa y ella decidió que era un perfume.
El hombre seguía esperando. Se volvieron a mirar con simpatía. ¿No llegó?, le preguntó en inglés. Gabriela hizo un gesto desolado. No tardará, ¿de dónde viene el vuelo? Ella le contestó que de Toronto y él asintió. Se le hizo poco gentil no preguntarle de dónde venía. Chicago, dijo él, ¿conoce? Nunca he estado; ¿es su primera vez en México? Conversaron un poco. Él no venía como turista, ni para negocios. Era un asunto personal. Quizá llegaba, como Dan, a encontrarse con su nueva pareja, pero no se atrevió a preguntarle. El hombre extendió una mano, pero la retiró enseguida y se la puso en el pecho. Sus ojos sonreían: Paul, dijo. Gabriela, respondió ella. Las puertas vomitaron más pasajeros. Muchos traían sudaderas que decían Toronto Ballet Company. Le latió el corazón y se acercó, pero todos se dispersaron otra vez.
Regresó al lado de Paul: ¿Todavía no? Luego bajó la voz. Tengo que ir a buscar un baño, ¿no le importaría cuidar mis maletas? Ella desconfió, pero le pareció descortés negarse. Además, estaban casi a la salida del aeropuerto. Se quedó nerviosa esperando, temiendo una trampa, y olvidó por un momento a Dan. No podría correr a sus brazos por estar cuidando aquellas maletas pesadas y duras, de color rojo. Seguro estaban llenas de regalos; se imaginó a Paul como un Santaclós rodeado de niños.
Una nueva horneada de pasajeros cruzó las puertas, Dan no estaba entre ellos. En su lugar apareció Paul con dos vasos humeantes: el de Gabriela estaba bien tapado. Gracias, ya no aguantaba, le dijo. Ella destapó el café y le dio un sorbo, más dulce de como lo tomaba en general. Sintió un extraño consuelo y le sonrió al nuevo amigo. ¿Cuándo vendrán por ti, hablaste por teléfono? Paul contestó con una pregunta: ¿en qué vuelo viene la persona a la que esperas? Llegó hace mucho, respondió ella. En el celular estaban todas sus llamadas, los Whatsapp sin abrir. En Twitter y Facebook no había nada, ni en Messenger. Sintió ganas de llorar. Se contuvo y volteó a mirar a Paul: ¿ya te llamaron? No, dijo él. Soy el que debe llamar, pero no me decido, añadió. Seguro que también Dan se había arrepentido en el último momento. Pues la vas a lastimar mucho, exclamó con rencor. Ese es el problema, aclaró él; vengo a lastimar a alguien. Tengo que darle a mi hermano y a su esposa una muy mala noticia y no me atrevo. Y se puso triste, triste. Si había venido desde Chicago, la noticia debía ser terrible. Gabriela no supo qué decir; sonó una alerta en su celular.
Era un correo, venía de la cuenta de Dan. Lo abrió con ansia, sintiéndose un poco mal: Soy Lillian, esposa de Dan. Llevamos casados diez años. No es la primera vez que mi marido… Borró el mail sin terminarlo de leer. Volteó a ver a Paul: ¿quieres que te lleve a casa de tu hermano? Hay mucho tráfico y la fila de los taxis está larguísima. Si te sirve de algo, te puedo acompañar en lo que piensas cómo decirles, no tengo nada que hacer. Los ojos del hombre volvieron a sonreír, emocionados: gracias, murmuró con timidez, tú eres mi regalo de Navidad. Echaron a andar hacia el estacionamiento dando tumbos entre la multitud de enmascarada que no lograba mantener ninguna distancia, él cargando sus maletas enormes. En algún momento se rozaron las manos.
En corto.Ana García Bergua
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