No leeré la sección de comentarios
Por Tanya Huntington
La atención es la más rara y pura forma de generosidad.
Simone Weil
Al abrir Facebook hace unos días vi una imagen repetida debido a la gran cantidad de amigas que la habían compartido. Era un meme ilustrado con delfines sonrientes que brincaban bajo un arcoíris sobre un mar lleno de peces tropicales, creando así un contraste irónico con el tono del texto que proclamaba: POR CADA MEXICANO DEPORTADO, LES REGRESAMOS A UN GRINGO DE LA CONDESA.
En lugar de encoger los hombros y seguir navegando, me detuve. Me sentía aludida. “No exageres”, pensé. Pero no pude evitar que me brotaran unas lágrimas exageradas.
La ley de la naturaleza dicta que cualquier animal que cambia su hábitat por otro debe desarrollar ciertos mecanismos de defensa. Si naciste en los Estados Unidos, como yo, y te mudaste a la colonia Condesa, como yo, te conviertes en blanco móvil. O peor aún, en cliché ambulante. Más te vale tener la piel tan gruesa como la de esos mamíferos cetáceos. Entonces ¿por qué, a pesar de mi cuidadosamente cultivada piel de delfín, se me anegaron los ojos al ver ese meme? Quizá porque de por sí lidiaba con un cuadro depresivo ante la nueva ola de redadas de ICE y me parecía que el meme trivializaba una terrible tragedia humana. O porque el meme ya no era un grafiti anónimo como los que hay por mi casa, que emplean un lenguaje menos amable para mandar el mismo mensaje —algo así como fuck you gringos go home—. O porque esta amenaza en particular se pronunciaba desde los muros no de gente desconocida, sino de amigas mías, colgada allí con sus propios dedos. Porque expresaban —ya desde un solo grado de separación— un odio visceral hacia mi identidad originaria bajo la máscara del humor, con guarnición de emojis exultantes. Un odio, si no hacia mí como individuo, hacia esa gringuez que no se me borra aun después de un cuarto de siglo aquí.
Un poco ardida, me metí a las secciones de comentarios que aparecían por debajo de las iteraciones del meme con la intención de preguntar a estas amigas mías cómo creían ellas que debe haber reaccionado mi hijo menor, quien siempre ha vivido en México y es binacional, cuando hace poco le gritaron insultos en nuestra propia calle a él y a su mejor amigo —quien curiosamente, aunque lo ven como otro “pinche gringo”, es cubano mexicano—. Pero lo que vi entonces me paró en seco. Según la cadena de reacciones que se desdoblaba bajo el meme, todos los que nacimos en el país vecino del norte éramos una escoria infecta que había que expulsar cuanto antes de los espacios que habíamos invadido. Esto ya iba más allá de mofarse de turistas mal portados, o de llamar a combatir la gentrificación. Al ver cómo se iba subiendo el volumen xenófobo, ya no estaba yo molesta, sino dolida y asustada.
Ahora bien, no me chupo el dedo. Sé cuál es la relación histórica entre no solo México, sino toda América Latina y mi país de origen. Es más, a diferencia de muchos migrantes, a mí no me cautiva el sueño americano. Pero no era prudente exponerme a los jitomatazos que seguramente me propinarían los amigos de mis amigas. Así que decidí mejor escribir un post en mi propio muro, señalando desde mi experiencia personal la propensión de este tipo de manifestaciones xenófobas a convertirse en gritos en la calle y de allí en violencias. Porque lamentablemente sí es del todo factible que los hijos de esos comentaristas vayan a su escuela primaria y ahorquen en el recreo al compañero que habla con acento, como sucedió a mi hijo mayor, quien llegó a casa un día con moretones en el cuello. O a lo mejor esos mismos comentaristas que se congratulaban de “tirar golpes hacia arriba” tirarían un golpe a mi hijo menor, si es que se defendiera de sus insultos. Cuando se calientan las cabezas, se esfuman los matices de índole #NotAllGringos: a mí me consta que a ninguno de mis dos hijos les preguntaron primero sus atacantes por su historia familiar o su estatus migratorio.
¿Por qué me había alterado tanto un estúpido meme de delfines? Porque en el fondo entre mis peores miedos, además de que sufran cualquier tipo de violencia los miembros de mi familia, está la posibilidad de que nos deporten. A lo mejor deportar a gringos no les parece a mis amigas o a sus comentaristas tan grave en comparación con otras amenazas —pienso por ejemplo en aquel otro meme que rezaba “Haz patria, mata a un chilango”—. Pero a fin de cuentas, sí representa una especie de muerte cívica. El acto de deportar una persona borra su existencia física de ese nuevo hábitat que eligió. Tala de un golpe el árbol de la vida que el migrante ha cultivado durante años.
De allí que escribí el post y ahora este artículo, como un llamado a la empatía, en violación directa de otra estrategia de supervivencia que suelo observar estrictamente: el del camuflaje. Es decir, de permanecer bajo el radar cuando se yergue el nacionalismo rampante. Pero estamos en crisis, si no en llamas. Nos encontramos en vísperas de una guerra arancelaria, declarada por Trump como si formara parte del guion de última temporada de uno de sus programas de concurso. Espero con todo mi corazón que no pase a una guerra mayor, y a la vez espero que mis amigas y sus comentaristas resistan la tentación de emular las peores posturas de los seguidores del execrable movimiento MAGA.
Prometí a mí misma no leer la sección de comentarios de esta colaboración, por atención a mi propia salud mental. Prefiero refugiarme en la verdad (o quizá la ficción) de que México sí me corresponde el gran amor que le tengo. Me permitiré, en cambio, compartir algunas de las observaciones que suscitó mi post en Facebook, con las cuales concuerdo: primero, que los nacionalismos son, a fin de cuentas, un arma que inventaron los poderosos para dividirnos. Segundo, que la xenofobia, como otras violencias patriarcales, se ensaña cobardemente con los miembros más vulnerables de una población. Y tercero, que la xenofobia no debe combatirse con más xenofobia.
Además de los que aportaron estas sabias reflexiones, hubo otros amigos que se manifestaron (a veces abiertamente, a veces por mensaje directo) para contarme sobre sus propios lazos con los Estados Unidos. Actualmente, hay casi 38 millones de personas de herencia mexicana allí y más de un millón de estadunidenses aquí. Todos ellos sostienen lazos profesionales y de afecto con millones de mexicanos y estadunidenses más. A pesar de que atravesamos momentos oscuros, apuesto por un mundo donde, en lugar de engrosar la piel o practicar el camuflaje, podemos ser quienes somos sin temor a que nos insulten o, peor aún, nos borren.
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Aprovecho este foro para pedir que antes de compartir memes xenófobos, consideren la posibilidad de contribuir a una de las organizaciones como Oxfam o Médicos sin Fronteras que atienden a migrantes deportados. Más allá de cualquier retórica, ellos sí salvan vidas.
La tensión social
Por Rose Mary Salum
Se ha hablado de las consecuencias económicas o de las políticas, pero a raíz de la entrada de la nueva administración estadunidense poco se ha dicho de la aversión que se ha gestado entre nosotros los ciudadanos de a pie. Quizás esa noticia no vende y por ello se habla poco del tema, pero el sentimiento es real y sucede en ambos lados de la frontera. Esta misma semana, una amiga de Houston me contaba que mientras su hija estaba en el supermercado contestó una llamada en español en el supermercado. Un hombre se lanzó en vituperios contra ella y los inmigrantes de la ciudad. Gritaba cómo se habían vuelto una plaga y el cáncer que representaban para el país. Otra amiga muy querida, que es estadunidense pero vive en México, me contaba cómo ha sido el objeto de ataques y groserías, porque es “güerita y gringa”.
Llevamos apenas un par de semanas de esta administración en el poder y nos faltan cuatro años más para que la retórica y la tirria tengan el espacio suficiente para ir en escalada.
Los relatos de los que hablo se han vuelto más comunes y nos han obligado a hablar de lo impensable: ¿cómo reaccionar frente a una agresión de esa envergadura? ¿Guardando silencio? ¿Escuchar lo que esa persona tiene que decir para que se ponga en evidencia y luego ignorarla? ¿Quizá grabar un video para llevarlo a redes? ¿Devolver la agresión con la misma saña? ¿O acaso llamar al personal de seguridad del establecimiento?
Lo extraordinario de ambos casos fue el sentimiento de animadversión que ambas situaciones fueron sembrando mientras conversábamos. Porque si algo es cierto es que este odio generalizado que empieza a suceder entre las personas comunes y corrientes de ambos países es grave. La violencia empieza con el lenguaje y acaba por actualizarse en sus primeros brotes.
Aún recuerdo que cuando tuve que dejar México el sentimiento antiestadunidense estaba muy vigente. Las cosas cambiaron a raíz de los desarrollos tecnológicos que nos dieron una sensación democrática ilusoria donde, en apariencia, todos estábamos conectados, las barreras físicas e imaginarias habían desaparecido. Pero las tendencias nacionalistas que esa administración comenzó a sembrar desde 2017 solo han generado más nacionalismo. Y todos sabemos la desgracia que esto puede acarrearnos.
No hace mucho leí un libro extraordinario: Autocracy, Inc (En español, Autocracia S.A.: Los dictadores que quieren gobernar el mundo) de Anne Applebaum. La autora dedica capítulos enteros no solo a la autocracia, sino al espíritu individualista que guía a los gobernantes en turno y su poco interés en disimular su codicia. Pero nada de esto se podría llevar a cabo sin exaltar un pseudonacionalismo fundamentado en el populismo y la división social. El precio que pagamos los ciudadanos es alto y se manifiesta en un comportamiento anticívico. Y si a esto le añadimos que la política ha llenado el espacio que la religión no supo cumplir, las emociones se exaltan y todos se sienten poseedores de la verdad cuando, en realidad, sabemos tan poco de lo que sucede tras bambalinas. Ese espíritu performativo que se extiende a la sociedad trae consigo resultados desastrosos y muy visibles: los ataques entre ciudadanos, entre familias, entre amigos, se van patentando mientras somos testigos de la escalada. “Go back to your country”, dicen despiadados allá; “gringo ojete explotador” dicen acá sin despeinarse.
La división de la que hablábamos anterior a 2017 ahora es más real que nunca y se está expresando con ensañamiento. Pero esto apenas empieza. Y todos sabemos a la perfección, ya lo ha demostrado la historia, a dónde nos lleva una sociedad violenta y dividida.
AQ