Las presentaciones en línea nos han ahorrado la desilusión tan frecuente de la sala vacía; si antes nos quejábamos de que nadie iba a vernos hablar de nuestros libros, ahora podemos imaginar un público masivo, inagotable detrás de infinitas pantallas, qué ilusión. Sospecho que son pocos los que de verdad se quedan a toda la ceremonia, me pregunto si esos comentarios, corazones y alegrías lanzadas desde las redes no son de paso: escuché un buen rato tu presentación, nos dicen, decimos también, y me tuve que levantar después a lavar la ropa de la semana porque ya se me había juntado, o me peleé con mi esposa y me quitó el comedor donde veo las presentaciones. Así la vida de pandemia se ha mezclado con los actos públicos.
Sería divertido un salón verdadero en el que la gente de carne y hueso escucha de pasada, se levanta a abrirle al de la pizza que ya llegó, se pone una máscara con gesto de atención para ocultar un bostezo, juega ajedrez o atiende una llamada telefónica a mitad de la lectura, si no es que se levanta para ir a otra presentación. Eso pasa, quizá, en las plazas públicas. Y es que cuando se pierde el aliciente del coctel posterior, la firma de libros, irse a cenar, pararse a la hora de las preguntas a filosofar sobre algo que no tiene nada que ver con el libro, las presentaciones pierden su glamour, los atractivos externos por los que muchas personas los frecuentaban, a cambio de soportar el posible aburrimiento: los autores, entonces, se ven obligados a desplegar sus mayores encantos, si es que los tienen, para ese público evanescente que quizá, como ellos, está en shorts, y amenaza con huir a comprar la leche antes de que le cierren la tienda.
También ha cambiado la ceremonia: así como el público es un poco fantasma, los presentadores, esos seres maravillosos que enmarcan el asunto, insertan una pregunta cuando los escritores se quedan mudos, dan apoyo moral, se han afantasmado. Hay pocas presentaciones con presentadora o presentador, de manera que nadie entiende bien cuándo le toca hablar, la gente se interrumpe, lee los comentarios en desorden y responde preguntas al garete, cuando no se le descompone a alguien el sonido. Y si el autor queda solo en la pantalla, siente la vaga angustia de hablar durante una hora sin saber exactamente para quién lo hace, sin esta amable presentadora que escucharía con avidez aunque la sala estuviera desierta y después le compraría un libro para su mamá, a quien el autor agradecido se lo dedicará con gran cariño.
A cambio de eso, ahora es fácil organizar una presentación que además se queda circulando por las redes, como ese público en el que todos nos hemos convertido.
AQ | ÁSS