Enamorarse en octubre

  • Columna de Ivette Estrada
  • Ivette Estrada

Ciudad de México /

Cuando la luz se vuelve muy tenue, el bullicio de la fiesta cesa y aprendemos a dormir con la añoranza pegada a la piel, podemos mirarnos al espejo sin esperanza, pero tampoco renuencia. Es la mansedumbre de la aceptación lo que ahora nos llena.

Octubre es la metáfora de cosecha y el principio del fin. La pausa perfecta para redescubrir un trayecto silencioso y nítido, el camino que labramos, el que conforma nuestro destino. Es momento de la retrospectiva y de poder observar la biografía bajo una lente desapasionada, pero tal vez muchos más benigna que en nuestros primeros años.

Fracasos y oportunidades se miran diferente. El autoconcepto del éxito adquiere matices insólitos y únicos porque responde a lo que amamos, por contradictorio y nimio que a los ojos de los demás aparezca. La construcción de lo verdadero y trascendente es nueva, ya no responde a imposiciones y paradigmas de los demás, sino a convicciones maceradas en las horas con nosotros. En octubre el soliloquio adquiere un mayor sentido, ya no es voz esquiva ni descabellada idea: es himno que trepa por los tobillos a la dermis de las convicciones más profundas.

Bulle la sangre. Deja el golpeteo loco de la prisa, se mimetiza con el entorno. Se vuelve un intermitente contacto con lo que llamamos realidad y el mundo onírico y el imaginado, aquel reino creado por nuestras propias percepciones e ideas. La realidad es el dintel entre sueño y vigilia. En octubre todos nos volvemos magos y detectamos la savia de la vida, los milagros y grandeza de nuestra estirpe.

Honramos a los ancestros, a quienes pisaron la tierra antes de nosotros. Comprendemos el por qué de las conductas atávicas y el silencio. ¿Nos volvemos sabios? Tal vez sólo adquirimos el don de la atención a las manifestaciones de belleza y vida. Las edades de octubre aparecen cuando develamos deidades en el día a día, cuando asumimos que la sacralidad puede percibirse como polvo, otredad o pan, cuando sabemos que Dios nos mira con nuestros propios ojos.

Y en este entorno de introspección y soledad aparente, el amor gravita en nosotros de formas diferentes. Ya no es el deseo de exclusividad y posesión lo que priva. En el disfrute de cada uno, en el benigno reino de los pensamientos, ya tenemos nuestra propia vida, pertenencias y querencias: no necesitamos adueñarnos de las de otros. La palabra compartir es más relevante ahora.

Esto no implica que se desestimen compañías y anhelos resguardados. La llama estará siempre como parte perenne de la vida, sólo que se mira con más detenimiento el momento. La futilidad ya no tiene cabida en nuestras experiencias. Tampoco las apariencias.

En el tiempo de cosecha el amor se vuelve más poderoso y grande. Solemos perdonar más fácil, pero también olvidamos más rápido. Cesan los alegatos, el afán de explicar, de concordar y agradar siempre. Aprendemos a callar por no zaherir a nadie, aunque el juicio de los otros ya no vale. Un día lejano comenzamos a actuar conforme nuestras propias directrices y valores. La complacencia se abandona.

Enamorarse en octubre ya no es para construir futuros. Es para vivir el hoy con la osadía que nos otorga la existencia, con los remansos que rescatamos de lo vivido, con la plenitud de saber quienes somos ahora. Es un don inusitado y perfecto: La aventura más grande que emprenderemos porque sólo basta nuestra decisión para volver trascendente y significativo aquello que elegimos, así sea un ser, una palabra o el polvo cósmico vertido en nosotros desde el primer día.

Ivette Estrada
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