Aquí nos ofendemos mucho más

Ciudad de México /

Imaginen ustedes la siguiente escena, amables lectores: un partido de futbol, jugado en algún estadio del territorio nacional, en el que se enfrentan la suprema selección de patabola de Estados Unidos Mexicanos y su semejante de Estados Unidos de América.

Hasta ahí, nada fuera de lo normal. Pero, siguiendo con esta fantasía, vislumbren unas tribunas pobladas en su mayoría por estadounidenses –digamos, siete norteamericanos por cada diez de los espectadores en lugar de los muy pocos que asisten aquí— que, por si fuera poco, no sólo apoyan estrepitosamente a su equipo y lanzan silbidos cada vez que el Tri se apropia del balón sino que ondean con descarada jactancia la bandera de las barras y estrellas.

Ese escenario, justamente, es inimaginable en un país rebosante de gente tan susceptible como patriotera en el que –vaya que están muy claras las prioridades de nuestros representantes populares— los augustos senadores de la Cámara Menos Baja de nuestro encumbrado Congreso bicameral ordenaron que los jugadores del alicaído equipo verde entonen con la debida enjundia el belicoso Himno Nacional cuando resuene en los estadios, en lugar de aparecer distraídos, desinteresados, indiferentes, desafectos, insensibles, indolentes, apáticos, tibios, desapegados y displicentes, entre otros adjetivos que pudieren describir la actitud que despertó la molestia, y el correspondiente impulso correctivo, de los referidos asambleístas.

O sea, que sería una verdadera afrenta a la sacrosanta soberanía nacional que algo así ocurriera, un agravio merecedor de la inmediata respuesta del supremo Gobierno y de la paralela movilización de los adalides de nuestra inexpugnable mexicanidad. Escucharíamos fieros discursos en las más altas tribunas, los comentaristas deportivos y los periodistas de opinión se hermanarían para condenar el descarado intervencionismo de los aficionados extranjeros, se expedirían decretos para prohibir que una bandera extraña se enarbolara en las gradas de nuestros inviolables estadios y, por los tiempos que corren y los usos que acostumbran los que llevan la cosa pública, se modificaría doña Constitución.

Pues bien, eso, precisamente eso es lo que acontece en los Estados Unidos (de América) cuando el Tri profana con su planta las canchas de coliseos en Texas, California, Illinois y cualesquiera de las otras entidades habitadas por los paisanos que han dejado el terruño para buscarse una mejor vida allá.

Resulta que los mexicanos acuden en masa a los estadios para apoyar a un equipo suyo, es cierto, pero que juega contra el del país de acogida. Y resulta, también, que son mayoría en las tribunas y que los mismísimos estadounidenses se tienen que acomodar a la circunstancia de tener a la vista banderas mexicanas, sujetos con máscaras extrañas a sus costumbres, sombreros de charros en lugar de tejanas y, sobre todo, una abierta hostilidad hacia los jugadores que llevan en el terreno de juego los colores de su nación, por no hablar de lo silbidos que resuenan cuando se interpretan las notas de su propio himno.

Y, no pasa nada, señoras y señores, no hay declaraciones en el espacio político, nadie adopta medidas punitivas y no tiene lugar reacción alguna.

Nos quejamos, aquí y allá, del racismo y la intolerancia de los vecinos. Pues, de nuevo, imaginen ustedes las cosas al revés.


  • Román Revueltas Retes
  • revueltas@mac.com
  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
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