Gane quien gane en las inminentes elecciones presidenciales, la realidad de un país dividido seguirá estando ahí, como una colosal asignatura pendiente para la próxima jefa o el próximo jefe del Estado mexicano.
Y no se trata de la disparidad geográfica —que también está eso, a pesar de los proyectos que ha emprendido el gobierno para impulsar el desarrollo del Sureste, con un colosal costo para las finanzas públicas y una muy dudosa rentabilidad— sino de un enfrentamiento entre compatriotas, atizado y promovido a diario desde la tribuna presidencial, algo que ha alcanzado cotas verdaderamente alarmantes.
Muchísimos ciudadanos están genuinamente preocupados por el estado de cosas en este país: la deriva autoritaria del régimen, la violencia, los territorios sojuzgados por las organizaciones criminales, los niños privados de vacunas, la falta de medicamentos, en fin, todo un rosario de muy inquietantes y perturbadoras adversidades.
Constatar esta incontestable realidad y responder con el consecuente descontento no tendría por qué llevar a que millones y millones de mexicanos sean señalados con el infamante calificativo de “traidores a la patria”. Porque, miren ustedes, son, como cualquier otro compatriota, habitantes de una gran casa común y sus expresiones, además, no obedecen a oscuros intereses de terceros sino que resultan de un muy legítimo desasosiego personal.
La intranquilidad de una persona brota de manera perfectamente natural cuando en su entorno comienza a dibujarse un paisaje amenazante, por no hablar del impacto que tiene el sufrimiento del prójimo en la conciencia de cada quien: no es nada fácil ignorar los peligros que afrontan los pobladores de este país o sustraerse, digamos, de que un pequeño muera porque no hubo medicamentos para tratar su cáncer, así sea que los embates de la delincuencia tengan lugar en otros ámbitos y que los hijos de uno sean muy saludables. Son hechos tremendos que acontecen de todas maneras.
Está, además, la gente que sobrelleva directamente las durezas de una existencia marcada por las injusticias de siempre y la escandalosa inoperancia de este gobierno. Ciudadanos, con perdón de los incondicionales del oficialismo, que no están en manera alguna obligados a callar su inconformidad. Mexicanos de los pies a la cabeza —merecedores de respeto, no de insultos palaciegos— que seguirán habitando una patria que es de todos, no nada más de quienes se han arrogado la muy dudosa potestad de ofender.