Decimotercero

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

En 1637, en el Discurso del Método, Descartes escribe que al consagrarse de lleno a la búsqueda de la verdad se da cuenta de que “debía… rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver si, después de hacerlo, no quedaría en mi creencia algo que fuera enteramente indudable”. Como los sentidos engañan y lo que se concibe en la imaginación es incomprobable en los términos de una realidad asimismo interrumpida por falta de pruebas, Descartes resuelve fingir que “todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que mis sueños”. Reconoce los riesgos de su experimento —la caída libre, sin asideros— y decide que es fundamental que haya al menos una certidumbre: “advertí luego que, queriendo yo pensar de esa manera, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: ‘yo pienso, luego soy’ era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos… juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando”. Ya páginas antes, cuando Descartes empieza a describir su método, insinúa –en esta historia de suspenso filosófico– que no basta con derribar el propio alojamiento y hacer acopio de materiales y planos arquitectónicos para trazar uno nuevo; además hay que “proveerse de alguna otra habitación en donde pasar cómodamente el tiempo que dure el trabajo” y vivir con suficiente felicidad, para lo cual se requiere de una moral provisional, cuyas cuatro máximas —no las expondré aquí— atañen básicamente a la convivencia religiosa y social y a mantenerse firme en la convicción de que las opiniones imprecisas deben someterse a la criba de una inteligencia que también –juego limpio– se ha colocado en el centro mismo de la incertidumbre: un vacío mitigado por un “yo” incrédulo que se encarga de las observaciones, las indagaciones, las estrategias, pero de ningún modo es una autoridad, sino una especie de refugio. Y he ahí el asunto que me interesa resaltar o el argumento que quiero utilizar en mi defensa —el uso del posesivo tendría que ser irónico—-- de la primera persona como un recurso legítimo, irremediablemente subjetivo, de la crítica literaria. Podrían pedírseme cartas credenciales; que demostrara su existencia concreta más allá de una convención gramática: ¿cómo saber que soy yo de veras quien dice yo soy la que está leyendo, no ella, no él? Descartes demuestra que Dios existe porque una mente imperfecta sería incapaz de crear a un ser perfecto, pero en su experimento da por sentado que “yo” es un hecho, no otro acto de fe. ¿Cómo probar igualmente su racionalidad? Una mujer en el cubículo de una editorial me mira como si yo estuviera loca, aunque yo me percibo razonando con nitidez. “Aquí nada se pone por escrito”, me aclara desdeñosa. No siempre coincide el alma con su cuerpo. En La novela inconclusa soy la única testigo.

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