"Querida Ciudad Chilango": Alejandro Almazán

"En esa temporada, me la imagino, el chilangue acaba convertido en un fantasma de la plaga, se da cuenta de que todos somos iguales a la hora de la muerte, entiende que se viene una crisis económica nunca antes vista"

Madre e hijo con cubrebocas abrazados viajan en el Metro de la CdMx. (Javier Ríos)
Editorial Milenio
Ciudad de México /

(Eso era todo lo que pensaba escribirte. Es decir: pensaba que, si sólo escribía la frase Querida Ciudad Chilango, seguida de los dos puntos, entonces daría pie para que el chilangue escribiera todo lo que yo no había podido escribirte.

Porque al igual que la escritora Mariana Enriquez, que en su último texto titulado Ansiedad cuenta que se ha rebelado a “esta demanda de productividad” que ha acarreado la cuarentena, yo también pretendía insubordinarme por esa falta de ímpetu y de claridad con las que he estado despertando y que me llevó a pensar que si dejaba la hoja en blanco, en Milenio entenderían que no había nada más qué decir sobre ti, querida, y sobre esa media luz en la que pareces estar viviendo desde que nos avisaron que hasta la puerta de nuestras casas había llegado esa maldita enfermedad que está colapsando a nuestras demás enfermedades.

Sigo pensando que con el andamiaje narrativo e ideas que le robo descaradamente a Rodrigo Fresán me habría alcanzado para explicarle al chilangue que, con Querida Ciudad Chilango, seguida de los dos puntos, pretendía decir Querida Ciudad Covid, seguida de los dos puntos y de la siguiente frase: Esta es la primera vez en que todos y todas nos enfrentamos a la cotidiana posibilidad de contagiarnos y de morir.

En otras palabras, intentaba explicar que el virus está en ti, por todas partes, y que está con todas sus letras y todos sus números: Covid-19).

Querida Ciudad Covid:

Vivo en una tus esquinas más ruidosas. Cuando no son las bocinas o los motores de tus autos los que encumbran al ruido, son los gritos de tus desmadrosos y libinidosos ambulantes o es el ulular de tus patrullas y ambulancias o son los aullidos de tus gatas que están en celo o es el organillero tocando la de Cien años hasta el hartazgo o son los pinches vecinos o es el rumor de la gente que deambula 24/7 por la Glorieta de Insurgentes, ruido todo que, hasta ahora, no ha habido pandemia que lo ahuyente.

Entonces me atrevo a dejar el confinamiento y cara al sol pedaleo hasta el Zócalo, donde los medios reportan una calma apocalíptica, para ver si allá también hay ruido, ruido que los geofísicos de la UNAM aseguran que ha disminuido en el mundo. Llevo puesto un cubrebocas negro y, en un bolso que cuelga en bandolera, no solo cargo un variopinto de sanitizantes, sino también un chingo de paranoia. Pedaleo y pedaleo y, aun cuando el tránsito vehicular de tu zona metropolitana ha disminuido hasta en un 70 por ciento —algo así como tres, cuatro millones de autos—, y aun cuando haya una suerte de aire fantasmal reptando por tus avenidas que sólo de madrugada había visto vacías, pedaleo y pedaleo y tu ruido insiste en paralizar al resto de mis otros sentidos.

Se hace ruido, por ejemplo, cuando miro ir hacia ninguna parte al chilangue que patina, corre, hace yoga o pasea a sus perros por Reforma. Se hace ruido en Balderas, esquina avenida Juárez, cuando brota un humo de los puestos callejeros que se resisten a cerrar, un humo, un olor, que si no trajera el cubrebocas olería a comida frita y a tortilla caliente. Y se hace ruido cuando en Bellas Artes le toco la chicharra de la bici a un policía con visible sobrepeso y segura hipertensión, y le pregunto si seguirá cuidando tus calles, querida, y él me responde que sí, que “nomás mandaron a sus casas a los diabéticos” (unos mil 400), que si hubieran enviado a los hipertensos o a los entrados en carnes “ahorita estarían trabajando como el 20 por ciento de los compañeros”, que serían alrededor de 15 mil.

Imposible que una ciudad como tú se quede callada, digo y me resigno muy pronto, justo cuando me detengo frente a Catedral, que se está hundiendo al igual que el peso y el petróleo, y miro a la bandera agitarse. Ella también hace ruido con sus colores rabiosos en una desolada Plaza de la Constitución, una plaza donde Juan Gabriel metió a más de 350 mil chilangues, pero que ahora bien podría ser la locación idónea para grabar la secuela de Contagio.

Querida Ciudad Covid:

Yo contagio.

Tú contagias.

Él contagia.

Nosotros contagiamos.

Vosotros contagiáis.

Ellos contagian.

Todo contagia.

Querida Ciudad Covid:

Mientras pedaleo y paso por Garibaldi, ahí donde el chilangue compramos canciones tristes para que los mariachis nos las canten bien contentos. Mientras pedaleo y paso por el Hospital General, y veo a algunos familiares de contagiados que esperan a que les notifiquen lo peor, familiares a los que no me acerco porque a esta edad ya entendí y me niego a ser un zopilote, me niego a escribir historias melodramáticas que sacudan a un país donde todo es emocional, digno de una telenovela. Mientras pedaleo y paso por la Doctores, pienso que si aún viviera el productor Rodman Edward “Rod” Serling sería el narrador ideal para esta pandemia. Serling podría filmar una temporada completa de la Dimensión Desconocida.

En esa temporada, me la imagino, el chilangue acaba convertido en un fantasma de la plaga, se da cuenta de que todos somos iguales a la hora de la muerte, entiende que se viene una crisis económica nunca antes vista cuando mira que empiezan a abundar letreros donde se lee “se renta”, “se vende”, “se traspasa”, “liquidación”, y no tiene concepto del futuro porque reflexionará que ninguno seremos parte de él. En esa temporada, desfilan personajes miserables como Ricardo Salinas Pliego, que obliga a sus empleados a trabajar; Enrique Alfaro, obsesionado a compararse con Ciudad Chilango; Felipe Calderón, el rey de las fake news, tronándose los dedos para que crezca el reino de los muertos; y desfilan también periodistas que exageran lo que no conocen.

Mientras vemos Netflix, un virus acaba con el mundo tal y como lo conocíamos, un virus que no parará hasta que queden establecidas sus reglas.

Querida Ciudad Covid:

Tú que tienes los pulmones podridos y los ojos rojos de tanta mierda que te hemos hecho respirar. Tú que eres una “metrópoli apocalíptica donde todo lo que puede llegar a ocurrir y no ocurrir indefectiblemente ocurre”, como escribió Fresán en Mantra, mi novela favorita sobre ti, Ciudad Chilango. Tú que eres la octava ciudad más grande del planeta con tus 9 millones de habitantes, aunque serías la cuarta si contabilizaran a los más de 22 millones de personas que viven en tu zona metropolitana. Tú que te has levantado después de los terremotos, aunque el chilangue vuelva a odiarse después con la conciencia tranquila. Tú que tienes lugares peligrosos con gente peligrosa. Tú que has marchado desde el Ángel de la Independencia. Tú que te hacías llamar México Distrito Federal cuando yo era niño. Tú que le cambias el corazón al extranjero, como se lo cambiaste a mi esposa. Tú que sales con tu mejor cara en las páginas de Mantra, sálvanos.

Querida Ciudad Covid:

Hoy todos tenemos las mismas probabilidades de contagiarnos en tu transporte público, así que encadeno la bici y bajo las escaleras para asomarme a la estación de Pino Suárez. Es el mismo Metro, mas no la misma estación, que hace un año, cuando éramos otros y otras y no nos importaba viajar apretujados como si fuéramos lentejas, fue descrito en una crónica de Martín Caparrós como “un mundo mal iluminado, mal oliente, pasablemente sucio, pasablemente vigilado, peligroso, rebosante de vendedores y mendigos, donde siempre sobra gente”. Es el mismo Metro caparrosiano, sin duda, sólo que ahora lo que sobran son los pedigüeños: se han ajustado a la pandemia y hoy limpian (e infectan) con cloro los vagones, y allá de aquel chilangue que no le sobre una moneda. Y como a mí no me sobran las monedas ni pretendo entrar voluntariamente a un foco de infección, subo las escaleras y regreso a pedalear.

Querida Ciudad Covid:

El corte al 24 de abril dice que 571 chilangues están intubados, 297 han muerto, tres mil 532 son los confirmados acumulados y mil 378 son los confirmados activos. Otros datos dicen que el chilangue, en promedio, vive a 400 metros de una taquería, bebe 163 litros de refresco por año y 65 de cerveza. No en balde acoges a más de un millón de diabéticos y al doble de fumadores e hipertensos. La chica del Seven me dijo anoche que en su top cinco están el alcohol, los cigarros, los refrescos, los condones y los chocolates. “Está bien cabrón el estrés”.

Querida Ciudad Covid:

Ayer aproveché que salí al veterinario para caminar por Hipsterlandia. Pasé por la iglesia de la Sagrada Familia y vi que estaba abierta en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Pasé por el parque Río de Janeiro y vi más gente paseando a sus perros que cualquier otro día sin pandemia (bien dijo el director Sergei Eisenstein que el mexicano desprecia la muerte y desprecia a quienes no la desprecian). Pasé por una librería que vendía el rompecabezas de la Catrina y yo me acordé de José Guadalupe Posada, porque Posada dibujó el fin de México y del mundo cien años antes del Covid. Pasé por Verum, un negocio “de comida saludable”, y por el despachador supe que muchos de sus clientes extranjeros prefirieron guardar la cuarentena en México; “me dicen que aquí se sienten tranquilos”.

Pasé frente a una construcción en Insurgentes y rogué porque el coronavirus rompa la pompa inmobiliaria. Pasé por el parque Pushkin y vi que estaba abierto el estacionamiento público que en el terremoto del 2017 fue un centro de acopio y recordé que fuimos nosotros, ellas y ustedes quienes te lamimos las heridas porque el corrupto de Mancera te dejó a tu suerte. Pasé frente a dos lavanderías, una barbería, un taller de bicicletas, una carpintería, dos ferreterías, tres ópticas, dos cafeterías, una papelería, un bar y dos cibercafés: todos, absolutamente todos, resistiéndose a cerrar, pero no los juzgué porque yo habría hecho lo mismo. También pasé por la funeraria donde velamos a mi madre hace 13 años, pero no quise preguntar si les entusiasmaba hacer su agosto en pleno abril/mayo. Así que volví a casa, desde donde empecé a escribirte.

Querida Ciudad Covid:

Anoche, en una de tus esquinas más ruidosas, apareció el silencio por primera vez. Quizá esperar tantos días ha tenido sentido.

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