El último viaje de Carlos Fuentes

Entrevista

Presentamos una charla inédita con Silvia Lemus en la que habla de su vida con el escritor y recuerda a sus hijos

"Tenía 83 años’. Pero nunca me di cuenta”, dice la periodista al recordar los últimos momentos del escritor mexicano
Laberinto
Madrid, España /

El coche avanza a toda velocidad por el Anillo Periférico de la Ciudad de México hacia el Hospital Ángeles del Sur. El conductor es un médico que esquiva con destreza los numerosos automóviles que esta mañana transitan por una de las principales vías de la capital. Tiene a su lado a la esposa del paciente que, cada vez más débil, viaja en el asiento trasero. Ella se gira, le dice cualquier cosa para mantenerlo atento, le coge la mano y se da cuenta de que esa mano que tantas otras veces ha estrechado tiene las uñas moradas. Se lo ha dicho al médico y por eso éste no duda en pisar con más fuerza el acelerador. Quedan apenas unos minutos para llegar al hospital, pero se abre paso entre los coches tocando el claxon sin interrupción, como para sustituir así la sirena de una ambulancia.


En la puerta de Urgencias, dos camilleros previamente avisados esperan atentos. No demoran en tener al enfermo, ya con los ojos cerrados, en una camilla que empujan sobre una rampa. 

Cuatro médicos y cuatro enfermeras se turnan, cada dos minutos, para efectuar un masaje cardiaco. Unos instantes después, hay indicios de recuperación. Quizá lo mejor sea ponerle al paciente un marcapasos intravenoso, dice un especialista. Media hora más tarde, a pesar de todos los esfuerzos, no queda más que anunciarlo:

—Lo hemos perdido.

Habían pasado más de dos años del suceso y Silvia Lemus recordaba con serenidad, casi al final de una larga conversación, los detalles del día en que murió su marido, el escritor Carlos Fuentes. “En ese momento uno no piensa nada. Fue tan inesperado. Él estaba perfecto. Ahora digo: ‘¡tenía 83 años!’ Pero no parecía. Nunca tuvo problemas físicos. En 1997 lo habían operado en Nueva York, a corazón a abierto, y así le alargaron la vida. Fumó mucho y las arterias se le taparon. Pero después de esa operación estaba bien. Lo veo ahora, en sus últimas fotos, con la cabeza blanca, y digo: ‘sí, tenía 83 años’. Pero nunca me di cuenta”.

*

Eran las 12 del mediodía y en el recibidor del Palace —hotel centenario, elegante y emblemático de la capital española— varios huéspedes caminaban de un lado a otro o subían y bajaban en el ascensor o por las escaleras. En una de las 400 habitaciones del edificio sonó el teléfono y la voz que contestó era tan delicada como su dueña: 

—Lo siento, me quedé dormida. Debe ser que todavía tengo jet lag. ¿Me das media hora?

Lo decía su marido, lo dicen sus amigos: Silvia Lemus ha integrado la leyenda de sus retrasos a su personalidad.

Pasó más de una hora hasta que, con un vestido verde, un collar dorado y la cabellera rubia bien peinada, esta mujer de entonces 69 años, bajita y frágil, de rostro afilado y ojos claros, se sentó en un sofá y, sin escuchar todavía la primera pregunta, espetó con una sonrisa:

—Yo no doy entrevistas. Yo las hago. A ver: ¿por qué me quieres entrevistar?

En el verano de 2014, Silvia Lemus de Fuentes pasó por Madrid para promocionar su libro Tratos y retratos (FCE), la versión escrita de su programa de televisión, en el que reunió 24 entrevistas con gente como Derek Walcott, Günter Grass, Toni Morrison, Arthur Miller, Salman Rushdie, Gabriel García Márquez, Carlos Monsiváis y Susan Sontag, entre otros. “Para mí, la entrevista es como lo demostró The Paris Review en los años cincuenta: primero una introducción y luego pregunta y respuesta. Sobre todo, dejar totalmente las respuestas”, me dijo antes de hacer una pausa para agradecerle a un camarero el jugo de naranja y el cruasán que le acababa de traer. “Mira la hora que es. Y no he comido nada”. Estábamos a unos pasos de su habitación, en la tercera planta del hotel, junto a una ventana y frente a un ascensor que no paraba de tragar y de escupir gente. Nada distraía, sin embargo, a Silvia Lemus. Dio un sorbo al vaso de jugo y continuó: “Mis preguntas son, generalmente, cortas y concisas. Porque no debo competir con mi entrevistado. Debo poner toda mi atención en lo que va diciendo. Y tener paciencia. Dejarlo hablar. La entrevista debe ser un monólogo provocado”.


Su libro concluye con una entrevista por la que siente “un gran cariño”. Es la que le hizo a Carlos Fuentes, en 1982, cuando ambos vivían con sus dos pequeños hijos en la casa del número 42 de la calle Cleveland Lane, en Princeton, Nueva Jersey. En ella, a media charla, se lee:


—Te he oído decir que te hubiera gustado ser poeta. ¿Por qué?

—Lo soy. En la actualidad todo novelista es poeta.

—Lo eres, ¿pero te hubiera gustado escribir poesía? 

—No. A mí me hubiera gustado ser dibujante o caricaturista. Así como aquí, que te voy dibujando mientras me haces preguntas. 

*

Silvia Lemus y Carlos Fuentes se vieron por primera vez un Día de Reyes dentro de un ascensor. Una amiga común los presentó. 

—¿Conoces a Mister Fuentes, Silvia?

—No, pero lo he leído. 

—Yo la he visto en la televisión —replicó él. 

Ambos subieron a un penthouse donde iba a celebrarse una reunión de amigos. “Esa vez, solo lo vi de lejos. Estaba rodeado de chicas, porque era muy atractivo. Y ya. Pero seis meses después de aquel día fue cuando realmente lo conocí”. 

El Instituto Nacional de Bellas Artes le había pedido a Silvia Lemus que realizara una serie de entrevistas con creadores mexicanos, entre los que se encontraba Carlos Fuentes. “Sabía de él. Comencé a leerlo gracias a mi madre, que me regaló Las buenas conciencias. Lo llamé para pedirle la entrevista pero me dijo que se iba unos días de México, que le hablara posteriormente y… Bueno, te estoy contando muchos detalles, ¿no importa?”

La periodista se ocupó de los demás entrevistados de la serie, entre los que estaban los escritores Juan Rulfo y Juan José Arreola, y el pintor José Luis Cuevas, y pospuso una nueva llamada a Carlos Fuentes hasta que, un día, coincidieron en el cine. “Nos encontramos en la cola de las palomitas y me dijo: ‘¿por qué no me has llamado?’ Le expliqué que estaba haciendo las otras entrevistas y entonces él, muy hábil, dijo: ‘¿por qué no nos vemos mañana?’ ”.

Se vieron al día siguiente. “Conversamos cálidamente y, al final, me regaló un disco: El verano del 42, la banda sonora de una película muy bella”. Se llevó a cabo la entrevista, que los unió más, y comenzaron a salir. Una noche, mientras la pareja bailaba en medio de un recital de la cantante estadunidense Nancy Wilson, Carlos Fuentes soltó:

—Quiero casarme contigo, tener una familia, tener hijos y llevarte a vivir a París. 

Se casaron en 1972 y permanecieron 40 años juntos. “El día de nuestra boda todo fue muy sencillo. Solo estuvimos en familia. Pero lo que más recuerdo es que él me dijo: ‘¡no sabes cuánto me ha gustado casarme contigo!’ Y bailamos. Él era un gran bailarín. 

Pronto comenzó a consolidarse aquella familia con la que soñaban los dos. Su hijo Carlos nació en París, en 1973, y su hija Natasha en Washington, en 1974. “Los dos tuvieron una infancia como la de su padre: viajando, viviendo en distintos lugares. Los hijos fascinan y obsesionan a los padres. Y uno vuelve a la escuela porque hace tareas con ellos y uno se divierte con ellos y lo pasa muy bien. Los dos se daban cuenta de que su padre pasaba horas escribiendo, encerrado en su estudio. Carlitos decía: ‘papá, ¿por qué tú nunca sales conmigo a pasear en bicicleta como mi amigo Alan o como mi amigo Ricky con sus padres?’ Y también: ‘papá, ¿por qué tú siempre estás ahí, escribiendo?’ Carlitos y Natasha le cantaban el Happy Birthday a Carlos para festejar su cumpleaños. Y Carlos les decía: ‘¡mejor cántenme Las mañanitas!’ Y les enseñó y luego ya le cantaban Las mañanitas, como en México.

Silvia Lemus rasgaba sus recuerdos con entusiasmo hasta que, de pronto, se tornaron amargos cuando habló de la muerte de sus dos hijos, aunque su voz tenue no perdió la tranquilidad. “Carlitos falleció el 5 de mayo de 1999 en Puerto Vallarta, acompañado por su novia y un amigo. Era hemofílico, yo tuve que aprender a ponerle las inyecciones de Factor Ocho para controlar la enfermedad. Le gustaba mucho dibujar (a los 5 años ganó un premio en la India) y escribir poesía. De hecho, en el año 2000 se publicó La palabra sobrevive, sus poemas, traducidos al español por Carlos Fuentes. Nadie mejor que su padre para hacerlo, ¿no? Seis años después, el 24 de agosto de 2005, murió Natasha. Es complicado hablarlo. Se dice que las parejas, cuando pierden un hijo, muchas veces se separan. Pero Carlos y yo, al contrario. Porque nos gustaba recordarlos y hablar de ellos. Hasta que… bueno, se fue Carlos. Pero yo los siento a todos aquí conmigo”. 


*

Un día antes de morir, Carlos Fuentes pasó toda la mañana encerrado en el estudio de su casa del barrio de San Jerónimo, al sur de la Ciudad de México. Estaba escribiendo la novela El baile del centenario. A las dos de la tarde bajó a comer y de tres a cuatro se echó una siesta. Luego se dedicó dos horas a leer. Esa era su rutina diaria. A eso de las cinco, su esposa le llevó una taza de té, pero él no bebió ni un trago. “Es que tengo el estómago revuelto”, dijo. Luego, juntos vieron La guerra la gano yo, una película que días antes habían comprado en Buenos Aires, cuando asistieron a la Feria del Libro de la capital argentina. Unos minutos después de ver esa cinta en blanco y negro, sobre el dueño de un almacén que intenta enriquecerse especulando con la escasez generada por la Segunda Guerra Mundial, el escritor dijo que no quería cenar. “Sigo con el estómago raro”, se excusó. Pero se tomó un té de yerbabuena mientras veía con su mujer las noticias del día en la tele. 

Eran las diez de la noche cuando comentó: “Silvia, hoy vamos a dormirnos temprano”. Se fueron los dos a la cama, pero él no logró conciliar el sueño. Se levantó un par de veces para ir al baño y otra para buscar una pastilla para dormir. Sobre las cinco de la mañana, Silvia Lemus marcó el teléfono de Valentín Fuster, el cardiólogo de Carlos Fuentes. Desde Nueva York, el médico español recomendó que el escritor fuera revisado por uno de sus colegas en México. Silvia lo llamó. 

La mañana del 15 de mayo de 2012, a las nueve y media, el doctor llegó a casa de su paciente pensando que se trataría de un chequeo de rutina. 

—Don Carlos, ¿qué tiene?

—Pues desde ayer tengo el estómago un poco raro. No sé. 

Lo revisó. Tenía la presión baja. 

—Lo mejor será irnos al hospital para hacerle una endoscopía. Vamos. 

—No. O bueno, más tarde voy —respondió Carlos Fuentes. 

—¡Vamos! —intervino su esposa. 

—Sí, güerita —dijo con desgana.

Esas fueron sus últimas palabras porque enseguida comenzó a marearse. 

—¡Nos vamos ya! —dijo el médico alarmado. 

Fue entonces cuando los tres se subieron al coche que arrancó a toda velocidad rumbo a Urgencias.

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