Ética pura: el silencio

Poesía en segundos

"La Marcha del Silencio nos mostró, me mostró, una nobleza humana que pocas veces tenemos la oportunidad de conocer"

Por la escuela corrió el temblor, la urgencia de salir a las calles a luchar con los otros jóvenes
Víctor Manuel Mendiola
Ciudad de México /

Los protagonistas del Movimiento Estudiantil del 68 fueron jóvenes de más de 20 años. Marcelino Perelló —abominado hoy por el dogmatismo sexual—, Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Roberto Escudero y Raúl Álvarez Garín, son algunos de los nombres vivos en la memoria no solo del tiempo sino de un espacio que hemos transformado en el lugar de una fábula. Pero junto a esos jóvenes y a esos nombres —de la manera que sea, ya legendarios— está la experiencia anónima de muchísimos adolescentes y, quizás, hasta niños que guardaron indeleblemente los días de ese año. Sí, horrible, y sin embargo, al mismo tiempo luminoso. Yo tenía entonces 14 años y estaba en la secundaria. En una nube de emociones y pensamientos caóticos puedo trasladarme al patio de recreo de nuestra escuela en Coyoacán, en donde escuchamos los rumores del ataque a la preparatoria Isaac Ochoterena y cómo ese chispazo fue vivido por nosotros en una llama —todos éramos, a nuestro modo mexicano, un Stephen Dedalus—. Adolescentes que nada más deseaban volverse jóvenes adultos, para entrar en el sueño siempre confuso de la libertad, escuchamos y vimos, en esa primera escena violenta, un llamado. Estoy seguro de que por la escuela corrió el temblor, la urgencia de salir a las calles a luchar con los otros jóvenes. Y no lo hicimos porque bastaba la mirada hostil del prefecto en la puerta para disuadirnos. Los enormes árboles de la escuela crecían aún más ante nuestra mirada sorprendida y llena de la certidumbre de algo muy alto. En ese sentimiento de emergencia es seguro que había una mezcla de cosas contradictorias: la arrogancia áspera de los rebeldes sin causa y la disidencia nueva, femenina, floral, de los hippies; el deseo de encontrar el deseo del otro y una incapacidad creciente de comprender un tiempo demasiado “pacífico” y ordenado de forma autoritaria; nuestras lecturas ingenuas y espantadas de las mazmorras de Sade y de las identidades dobles de Poe. Todo en ese instante confundido, casi indistinguible en una situación tras otra, por lo menos para nosotros. En ese año habíamos escuchado con excitación Electric Ladyland de Jimi Hendrix, con su imborrable interpretación de “All Along the Watchtower” de Bob Dylan, bajo el aullido profundo de una U y una A largas y esponjadas, modulándose de una manera inexplicable en el pedal del wah wah del músico de Seattle. Las “vicisitudes históricas” corrieron con la velocidad de las palabras y trajeron a nuestra ciudad “el sollozar de tus mitologías” y, de pronto, un día estaba en Reforma, caminando con una muchedumbre de estudiantes silenciosos. Una experiencia extraña, para un cuasi muchacho, ver de frente la gravedad de una sociedad preocupada y agraviada. La Marcha del Silencio nos mostró, me mostró, una nobleza humana que pocas veces tenemos la oportunidad de conocer. No creo que ninguna de las demostraciones sociales posteriores haya alcanzado esa dignidad ética característica de una sociedad con valores verdaderos y profundamente unida. Ya sé que eso no era México y que no lo es ahora, pero lo fue esa tarde.

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