Asuntos reales

La guarida del viento

En vísperas de nuevos fascismos y divisiones en Europa, Isabel II era uno de los últimos símbolos capaces de unir a un pueblo.

La muerte de Isabel II sigue teniendo secuelas. (Foto: Markus Schreiber | AP)
Alonso Cueto
Ciudad de México /

Mientras haya reyes muertos, habrá algunos vasallos de la nostalgia. La partida de Isabel II, monarca del Reino Unido, que ocurrió hace tres semanas sigue teniendo secuelas. Todavía se guardan minutos de silencio en los partidos de fútbol de la UEFA. La cola de las personas que querían ver su ataúd en Westminster Hall tuvo una duración de cinco días, del 14 al 18 de septiembre. Algunas personas llegaron de otras ciudades inglesas y del extranjero para ponerse en fila. La cola llegó a tener dieciséis kilómetros de largo. La espera más corta fue de diez horas. La más larga, de veinticuatro. Algún entrevistado en la televisión afirmó que no hacía cola solo para ver a la reina. Estaba allí para compartir su pesar con otros ciudadanos que hacían cola igual que él. En otras palabras, hacía cola por el gusto de hacerla. Uno puede decir que no hay nada más británico que la cola, una prueba de la democracia de un país.

En el camino hubo baños portátiles, puestos con bebidas. La gente leía libros de pie y comía sándwiches mientras esperaba. En unas declaraciones a El País, el gran Kazuo Ishiguro explicaba que en un país dividido por el Brexit, por la recesión, la inflación y las tensiones con Escocia e Irlanda del Norte, la reina significaba un punto de equilibrio. Esa idea de una nación estable y en orden estuvo personificada en ella. Puede decirse que otros miembros de la familia, en cambio, dieron ejemplo de todo lo contrario. Una proeza de la reina fue la de sortear con gracia todas las críticas y revelaciones. Nunca impugnó nada de lo que se dijo sobre ella. La serie The Crown, por lo pronto, se empeñó en mostrar que era un ser humano común y corriente. La gente lo creyó pero solo mientras duró la pantalla encendida. Parte de la razón de su popularidad es que la vimos en el centro de un palacio y nunca supimos qué estaba pensando.

Se acaba de cumplir una fecha decisiva en la que otro rey es protagonista. En 1922, el rey Vittorio Emanuele de Italia, decidió no movilizar sus fuerzas contra el ascenso de Benito Mussolini. Más aún, lo instó a que formara un gobierno. Fue naturalmente el inicio de veinte años de dictadura. El rey había sido ya apodado “sciaboletta”, es decir “pequeño sable” en alusión a su baja estatura. Vittorio Emanuele debía llevar un sable más pequeño, especialmente fabricado, con el fin de que no lo arrastrara cuando caminaba. La estatura moral y no solo física del personaje fue recordada esta semana por miles de italianos, cuando la sombra de Mussolini volvió a cubrir las elecciones en su país. La ganadora Georgia Meloni ha mostrado su admiración por el Duce repetidas veces. Veremos en qué termina.

Al hablar del fin de la reina Isabel II, Ishiguro afirmaba que los ingleses requerían de la monarquía porque “necesitamos de símbolos que nos unan”. Esos factores de unión parecen escasear en una época de divisiones y extremismos como la que va cobrando fuerza. Uno recuerda más que nunca los versos de Yeats en “The Second Coming”. Los escritores a veces saben de los asuntos reales.

AQ

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