Con sus 10 nominaciones al Oscar como mejor director, entre muchas otras cosas, Martin Scorsese se ha ganado el respeto y la admiración de sus colegas de profesión y de buena parte del público internacional. En España, por ejemplo, poco falta para que “canonicen” a este cineasta neoyorquino de 81 años y sonrisa indeleble. Acaba de entrar, bien trajeado, al auditorio de la Academia de Cine y todos se han puesto de pie para recibirlo con una ovación. Entre los que aplauden se encuentran los directores Pablo Berger, Daniel Monzón o Fernando Colomo y las actrices Elena Anaya, Candela Peña e Irene Escolar. Además, sentada en primera fila y también batiendo palmas, está una mujer que fue periodista, luego princesa y, desde hace una década, es reina consorte. Se llama Letizia Ortiz y hoy se ha escapado de la Casa Real para venir a escuchar a uno de sus ídolos.
Scorsese se deja mimar, se sienta y antes ser guiado por las preguntas del director y escritor Rodrigo Cortés, agarra el micrófono y pide disculpas por no hablar español: “poseo cierto vocabulario, pero lo hablo peor que el inglés y que el italiano”, dice, y en el patio de butacas se escuchan risas simplonas. Sin más, este antiguo monaguillo de la Catedral de San Patricio se dispone a compartir su proceso creativo con energía y elocuencia.
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Ante todo: “los directores son gente que sólo interpretan el guion, que simplemente lo convierten en imágenes a partir de las palabras. En cambio, los cineastas son capaces de adoptar el material de otra persona y conseguir que, a pesar de todo, se entrevea una visión personal”. Bajo esa premisa impulsó el denominado “Nuevo Hollywood” y se convirtió en una de las figuras más influyentes del cine contemporáneo. ¿Quién no ha visto, embelesado, Taxi Driver, Goodfellas, El aviador, El lobo de Wall Street, El irlandés o, más recientemente, su particular versión de uno de los reportajes más redondos que he leído (Los asesinos de la luna, de mi admirado David Grann)?
Scorsese dice que cuando tenía 20 años estaba fascinado con la superposición o disolución de imágenes y el montaje de las películas soviéticas hasta que descubrió “el poder de un corte directo.” Desde su punto de vista, “hay una naturaleza especial en el poder de estos cortes en las películas de Stanley Kubrick, en particular Lolita y El resplandor, cuando de repente ves la cara de una persona y te das cuenta del impacto tan poderoso que eso tiene, a veces de contención, a veces de retroceso en la historia contada. Así aprendí a eliminar excesos que no eran necesarios para el espectador”.
El director, guionista y productor veterano habla y la mayoría de quienes lo escuchamos no paramos de tomar apuntes. Ahora dice que a lo largo de su carrera ha explorado al máximo las posibilidades técnicas del cine, como los movimientos de cámara o la forma de editar para darle estructura narrativa a su trabajo. “Hay películas en las que puedo jugar con la forma, como si fuera una pieza musical, y me resulta divertido. Porque no quiero que la narrativa habitual restrinja lo que puedo hacer”, reflexiona el cineasta que fue un niño asmático y aprovechaba sus encierros caseros para ver un filme tras otro.
Dentro de unos días, el 20 de febrero, recibirá el Oso de Oro Honorífico de la Berlinale y el próximo mes tal vez recoja, de nuevo, el Oscar a la mejor película y/o al mejor director por Los asesinos de la luna. Ahora, en Madrid, confiesa que últimamente ya no piensa tanto en los aspectos técnicos sino en “la filosofía de la película, de la escena o del plano. Por ejemplo, en El irlandés el protagonista se da cuenta de lo que tiene que hacer, de lo que se espera de él y de cómo va a tener que lidiar con ello más tarde. Después de todo está intentando encontrar la redención en sí mismo, pero no puede dormir con la puerta cerrada. Y esa es la última imagen”.
Antes de concluir, y de volver a recibir una ovación con la reina de España a sus pies, Martin Scorsese se refiere a la avalancha de imágenes creadas por computadora que en estos tiempos se añaden a casi todas las películas. “Al hacer eso, la imagen pierde su significado y hemos de reinventarla. Yo no puedo hacer lo que hacen los directores taiwaneses o rumanos, pero son una inspiración. Me ayudan a pensar y sentir de otra manera. Gracias a ellos, por ejemplo, encontré una vía hacia el silencio, especialmente en El irlandés”.
AQ