En el Madrid del Apocalipsis no hay bares, competencias deportivas, teatros, cines, museos, conciertos, escuelas, bibliotecas y, por no haber, no hay ni libertad de tránsito, ni fiestas, ni misas, ni velorios, ni besos, ni abrazos. Las calles están (casi) vacías y las casas (casi) llenas. Los servicios sanitarios empiezan a colapsarse, las compras en el supermercado son a base de histeria y en las farmacias no quedan cubrebocas ni geles desinfectantes. A todas horas, en todos lados, el enemigo invisible causa pavor y hace que aflore lo mejor y lo peor de la condición humana. Nunca como hoy el silencio y el aislamiento han pesado tanto. Y la sensación de vivir una distopía jamás ha quedado tan clara como ahora.
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Ver tan despejadas la Puerta del Sol, la Gran Vía, el Paseo de la Castellana o las calles de cualquier barrio de esta Villa y Corte causa estupor y hace pensar en lo frágiles que somos nosotros y el sistema en el que nos desenvolvemos a diario. Pero antes de la instalación del panorama apocalíptico, primero estuvo la indiferencia. Luego la ligereza, que dio paso al desconcierto y, finalmente, a la improvisación.
La semana previa a que se decretara el “estado de alarma” en toda España, ya había varios casos de Covid-19 pero, en general, la situación nos parecía ajena. Mientras en Corea del Sur y en Italia las medidas de prevención y combate ya eran extremas, aquí sólo se registraban y observaban a los “escasos” enfermos.
Así que la rutina era la de siempre y este reportero, por ejemplo, se fue al concierto de Isabel Pantoja (porque soy fan, ya lo he contado aquí otras veces) y ahí se mezcló con más de 11 mil personas. El pésimo sonido y la cutre iluminación arruinaron la noche de la tonadillera y expresidiaria en el Palacio de los Deportes (que, para mayor decepción, no se puso la bata de cola ni la peineta y, en consecuencia, tampoco ofreció su amplio repertorio de coplas andaluzas, que era lo que queríamos) y a la salida vio bares y restaurantes llenos de gente, igual que las discotecas durante todo el fin de semana. Las señales de alarma aumentaban, concretamente aquí en Madrid, pero incluso el gobierno alentó a ir a la manifestación del Día de la Mujer.
De un momento a otro, sin embargo, todo se fue al garete. Los enfermos empezaron a contraste en miles, las muertes en cientos, las escuelas se cerraron, se empezó a fomentar el teletrabajo, los mercados bursátiles se cayeron, varias empresas comenzaron a vislumbrar la quiebra y los despidos, algunos políticos anunciaron que estaban infectados, el turismo se esfumó, los congresos y festivales se cancelaron y con ello la industria cultural se puso en peligro. Sólo entonces, tarde, la consigna para toda la población fue no salir de casa.
Y así hemos estado, semiencerrados, saliendo sólo para lo estrictamente necesario, con los programas de televisión alarmándonos o criticando al gobierno por lo que hace o no hace, antes y ahora, recibiendo una avalancha de coronamemes a través de las redes sociales (porque un poco de humor siempre viene bien en estos casos), aplaudiendo desde ventanas y balcones a médicos, transportistas y trabajadores de supermercados y farmacias para agradecer su importante labor y, entre una cosa y otra, descubriendo un amplio abanico de cultura virtual y solidaria.
Porque muchas plataformas de series y películas han puesto sus contenidos a disposición de todos de manera gratuita. Los diarios y revistas nos dan acceso a sus versiones en PDF sin cobrarnos y las bibliotecas públicas han incrementado sus catálogos de libros electrónicos y los sitios web de los museos ofrecen visitas virtuales y muchos cantantes dan conciertos desde sus casas a través de sus respectivos perfiles de Instagram. Nunca como hoy el Apocalipsis fue tan entretenido en el desierto urbano.
Pero, no nos engañemos, cuando todo esto pase (es decir, dentro de unos meses, si bien nos va) el recuento de los daños y el aterrizaje en la realidad nos dejará noqueados. La distopía habrá ganado terreno en la cotidianidad y veremos “normal” la supresión de ciertas libertades, la forma de relacionarnos se alterará, una brutal crisis económica se instalará de manera descarada, quién sabe por cuánto tiempo, y nuestros planes de vida (personal y profesional) se centrarán en la supervivencia. Esa es la puta verdad.
SVS | ÁSS