Epidemia y empatía: ¿está cancelada la solidaridad?

Escolios

Durante una emergencia de salud, los vínculos sociales parecen debilitarse, pero también pueden surgir nuevas formas de simpatía y entrega por los demás.

Una mujer y su hijo, en el Aeropuerto Internacional El Dorado, donde los vuelos fueron suspendidos para prevenir los contagios de Covid-19. (Foto: Nat
Armando González Torres
Ciudad de México /

Dice Rebeca Solnit en su libro A Paradise Built in Hell que si bien las catástrofes (terremotos, huracanes, incendios, accidentes industriales) generan impactos devastadores, también despiertan sentimientos y actitudes de solidaridad, altruismo y organización espontánea, narcotizados en la vida moderna. Conjeturo, sin embargo, que las epidemias constituyen las menos empáticas de las catástrofes y su influjo tiende a aislar a los individuos y a resaltar sus peores rasgos, sus más acendrados prejuicios y sus más profundos temores.

Ya lo sugería Elías Canetti en Masa y poder: a diferencia de, por ejemplo, un terremoto que cobra el grueso de sus víctimas de una vez, la epidemia es una catástrofe que se despliega gradual y acumulativamente. Si en la catástrofe súbita la naturaleza propina un nocaut a la soberbia humana, la catástrofe epidémica es una acechanza calculada que perpetúa el miedo. Si en la catástrofe fulminante el superviviente puede ejercer su condolencia con los muertos y con las otras víctimas, en la catástrofe gradual el superviviente sospecha de los demás como foco de infección y tiende a poner a la enfermedad su rostro más temido u odiado: el del extranjero, el del adversario o el del desposeído.

Por eso, la epidemia constituye una calamidad en cámara lenta que gotea con ácido los vínculos comunitarios y se configura en la imaginación social como un contendiente mortal y ubicuo que se puede ocultar en el abrazo de los prójimos más próximos. Como dice Canetti:

“El contagio, tan importante en la epidemia, hace que los hombres se aparten unos de otros. Lo más seguro es no acercarse demasiado a nadie, pues podría acarrear el contagio. Algunos huyen de la ciudad y se dispersan en sus posesiones. Otros se encierran en sus casas y no admiten a nadie. Los unos evitan a los otros. El mantener las distancias se convierte en última esperanza”.

El abordaje de las epidemias en la literatura ofrece un amplio mosaico de las actitudes morales, las respuestas políticas y las variantes emocionales ante esta calamidad. Por ejemplo, la incredulidad e irresponsabilidad de los tiranos ante la enfermedad (Napoleón negaba la fiebre amarilla, que frenó sus campañas en América, y la consideraba una “ofensa personal”); la histeria, la superstición y estigmatización (el mago Apolonio que lapidaba mendigos para salvar a Efeso de la peste) o la codicia de los que hacen negocio con la desgracia (el deslumbrante y repugnante Samuel Pepys que dice en sus Diarios: “Nunca he vivido tan dichosamente, ni gané tanto dinero, como en esta época de la peste”).

Sin embargo, si los vínculos sociales convencionales parecen debilitarse, también pueden surgir nuevas formas de apego, simpatía y entrega por los demás. La distancia social no cancela la solidaridad y, más allá de la literatura, en el personal médico y en todos los héroes anónimos que apoyan de cualquier manera a los enfermos hay una poderosa negación del miedo y del egoísmo.

ÁSS

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