Leo en las crónicas amenas, instructivas y tan bien escritas de Héctor de Mauleón sobre nuestra ciudad (La ciudad oculta, en cuatro tomos) que, caminando de joven con José Emilio Pacheco, éste le iba señalando todos los lugares que habían desaparecido, toda la ciudad subterránea, oculta por el tiempo. Lo leo y pienso en la nostalgia de Pacheco que vio desaparecer su ciudad de los años cuarenta y pienso en mi ciudad de los setenta que también está perdida. Es la nuestra una ciudad caníbal que se devora a sí misma; siglos y siglos de descuido, catástrofes y pasiones guerreras o ideológicas han ido destruyendo las edificaciones valiosas, los templos, los monumentos, los barrios, todo lo que ha significado algo en nuestra historia para, a cambio, crecer y desbordarse sin plan y sin sentido como un extraño animal. Igual que José Emilio Pacheco, podemos recorrer nuestros lugares y trazar mapas de vida un poco en el aire sin poder creer que aquella casa tan hermosa donde se daban fiestas es ahora una franquicia igual a cualquier otra.
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Mi amada Ciudad de México me parece cada vez más horrible, pero estoy segura de que alguien la extrañará en el futuro caótica y crispada como es ahora, y los espacios, los colores y las texturas que en este momento me repelen, a esa persona le dirán secretos profundos sobre su propia vida y conformarán la estética de su visión del mundo, porque a fin de cuentas los espacios no sólo son valiosos por su significado patrimonial o histórico, sino también por todo lo que nos sucede en ellos. Los más jóvenes extrañan su ciudad de los años ochenta o noventa incluso, y así sucesivamente la ciudad se va convirtiendo en un entrecruzamiento de nostalgias. Seguro habrá quien sienta nostalgia por los Oxxos y los cines de los centros comerciales, aunque nos pese; son su mundo.
Y sin embargo a veces pienso que si de verdad pudiera viajar en el tiempo y regresar a habitar, ya no mi ciudad de infancia sino la de épocas anteriores que vez en cuando idealizamos —la de los canales, la de los palacios, la del porfiriato, la de los cabarets…—, quizá también la encontraría invivible: sin drenaje, sin las medicinas y las comodidades que ahora damos por sentadas, quizá no podría ni respirar aquello a lo que olían. Y es que una puede presumir de ser un alma antigua pero no duda en tomar paracetamol cuando se ofrece; quizá la nostalgia de épocas no vividas es cómoda porque no tuvimos que estar ahí, entre guerras, enfermedades o inundaciones.
Ciudad de las nostalgias que permanecen como fantasmas superpuestos, ahora que la realidad del mundo está cambiando de un modo inimaginable, me pregunto cómo será en unos años.
AQ