A Dorothy Parker (1893-1967) la muerte la sorprendió en la habitación de hotel donde vivía con su perro y su infaltable dotación de bebidas alcohólicas. Tenía 73 años de edad y solo un paro cardiaco pudo ponerle fin a su agitada, cruda, vehemente y divertida vida. Para entonces, Dottie, como le decían sus íntimos, había acumulado una obra literaria monumental —cuentos, obras de teatro, guiones, poemas y artículos periodísticos— y una cantidad de dinero considerable. Sin embargo, no tenía hijos o algún otro familiar para hacerse cargo de la obra o el dinero (y a sus exparejas, claro, jamás llegó a considerarlas para semejante honor).
Así que la señora Parker, como le decían sus colegas escritores, quiso dejar todo atado y bien atado: su mejor amiga, la dramaturga Lilian Hellman (pareja del célebre escritor de novela negra Dashiell Hammet), se encargaría de gestionar los derechos de sus libros y todo su dinero iría a la cuenta bancaria de la Asociación Nacional para el Desarrollo de las Personas de Raza Negra (NAACP, por sus siglas en inglés), creada por Martin Luther King Jr. También dejó claro cuál sería su epitafio, pero no dijo qué hacer con sus restos mortales. Y esa omisión generó todo un periplo digno de sus mejores cuentos.
La autora de Una rubia imponente empezó a publicar poemas en la revista Vanity Fair, luego pasó a ser asistente editorial en la revista Vogue y en “los maravillosos años 20” del siglo pasado formó parte del “Círculo Vicioso de Algonquín”, una famosa tertulia neoyorquina de escritores y periodistas que se reunían para despellejar al prójimo y arreglar el mundo (como suele hacerse en este tipo de reuniones entre colegas) en el restaurante del Hotel Algonquín. Parker comenzó a destacar en el mundillo intelectual de Nueva York por sus ácidas y despiadadas críticas teatrales y, posteriormente, por sus poemas humorísticos y sus cuentos en la recién fundada The New Yorker.
Sus romances, sus relatos autobiográficos (a veces jocosos, a veces tristes) y sus guiones eran seguidos por cada vez por más gente y su fama crecía a la par de su constante defensa de los derechos civiles y de sus tragedias personales: dos divorcios, un aborto, tres intentos de suicidio y un alcoholismo cada vez más arraigado. Por si esto fuera poco, su inclusión en la “lista negra” de Hollywood, al lado de otros guionistas, directores, productores y actores “sospechosos” de ser comunistas, limitó su libertad de pensamiento y acción en la esfera pública y la relegó en la industria editorial. Al final de sus días, solo publicaba de vez en cuando reseñas de libros en la revista Esquire. No obstante, para ese momento ya tenía un lugar fijo en la historia de las letras americanas.
Guardo entre mis libros más preciados un ejemplar de Colgando de un hilo (Lumen), una antología ilustrada de sus cuentos más inteligentes y descarados. En ellos, la mayoría de las protagonistas son mujeres pero no constituyen un alegato feminista, sino una mirada irónica, por momentos cínica, del mujerío decadente, perdido en amores ridículos o sumido en la tiranía del hombre o cuyas armas de seducción se le vuelven en contra. Son, también, una crítica mordaz a las relaciones afectivas de la sociedad americana de su tiempo. Y en muchos hay travesías tan sorprendentes como el de los restos mortales de la propia autora.
Resulta que ha tenido que pasar más de medio siglo para que las cenizas de Dorothy Parker se asentaran en un lugar definitivo y para siempre. Primero estuvieron seis años en el almacén del crematorio porque nadie había pagado la factura, y después 15 años en el cuarto de archivo del bufete al que pertenecía su abogado, quien se encargó de desembolsar el dinero; luego tres décadas en la antigua sede NAACP, beneficiada por la herencia, en Baltimore, pero cuando esta asociación se mudó a Washington, ninguno de sus miembros se acordó de llevarse la urna. Hace unos días, el fundador de su club de fans (¿alguien pensaba que la señora Parker no tenía un club de fans?) recuperó las cenizas, las transportó a Nueva York, hizo una escala en la redacción de The New Yorker (para tomarse unos gin tonics con el equipo de la revista a su salud) y, finalmente, las llevó al panteón del Bronx. Ahí, por fin, la escritora descansa en paz y en su coqueto sepulcro se lee el epitafio que ella misma eligió: “Disculpen por el polvo”.
AQ | ÁSS