Las campanas de la iglesia a unas cuadras y la chicharra que avisa del recreo en la escuela de enfrente me hablan de los sonidos de otros días. Las campanas de las horas y los rezos, los timbres que cortaban las jornadas de estudio o de trabajo le daban forma al día común, como el canto del gallo o el piar de los pájaros en las mañanas y al atardecer, cuando se recogen en los árboles. El afilador siseaba en las mañanas y el carrito del camotero aullaba en las tardes. A fin de cuentas, el orden del día siempre ha viajado por el aire como la luz, y las voces se acomodan a él: escuchamos a los niños cuando van o vienen de la escuela y el bebé de los vecinos llora siempre a la medianoche, aunque los perros ladran a cualquier hora.
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Ahora este viaje es variado y supersónico: no sólo pájaros, chicharras, campanas, camoteros y niños, sino miles de alarmas distintas, cánticos de celulares, cláxones, ambulancias y música. ¿Quién podría distinguir la hora si se le pidiera hacerlo con los ojos cerrados, a partir solamente de lo que se escucha? Sería muy interesante: la alarma de Ramírez que tiene cita con el médico a las cinco, la llamada para Pérez a quien el novio espera en el cine a las ocho, el juego de Estrada en el celular con sus recompensas y castigos, las clases de idioma en el Duolingo de Uruchurtu, el encargo que González entregará a las diez, la música como de fiesta que suena a las once de la mañana y el ulular de la ambulancia que da siempre la impresión de noche fría; todos esos avisos se empastarán en las horas con las campanas ahora casi inaudibles y así el día avanzará y se detendrá al ritmo de la vida de cada persona, la danza del tiempo de nuestra época. ¿Habrá aún quien se detenga a escuchar el Big Ben? Nuestro orden día ya no es un orden común a todos o por lo menos a un grupo, son los ruidos que acompañan a cada quien en su caminar por las aceras.
Hace días, sentados en la sala de espera de una consulta médica, mi esposo me hizo notar el concierto que estábamos escuchando: el titilar de las alarmas, los teléfonos y los timbrazos llamando a este u otro doctor, las llamadas y mensajes provenientes de los celulares, toda una sinfonía de lo cotidiano que seguramente ya algún compositor contemporáneo habrá escrito a su manera. Si los extraterrestres que nos hubieran visitado hace cientos de años lo volvieran a hacer ahora, pensarían que nuestro idioma ya no son los sonidos que salen de nuestras bocas, sino los timbres que suenan por todas partes y en cierta medida lo son. Imagino a estos extraterrestres tratando de encontrar una lengua en esos sonidos dispares sin lograrlo; quizá por eso no nos han invadido aún.
AQ