A veces siento que no he estado en ningún lugar más que en mi escritorio, en medio del caos de papeles y objetos que lo han ido poblando lentamente; como migrantes de otros países, hay unos que se quedan meses y hasta años, otros que son expulsados sin remedio al acabar su trabajo. Mi escritorio es el más impráctico del mundo, con sus cajones repletos de recuerdos de viaje, postales y credenciales de personas que ya no soy, el de los originales impresos que guardo por si se cae la red mundial, uno que es propiedad de mis hijas, el cajón del chocolate con el que continúo una costumbre de mi padre —se podía acabar el mundo, pero el chocolate no podía faltar, un consuelo de la guerra que le tocó de chico.
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Trabajo en un secreter de pino nada antiguo, aunque sí viejo, que tiene la facultad de hacer que me abisme en mis asuntos y olvide lo de alrededor. No tiene compartimentos secretos como el del rey Carlos Alberto de Cerdeña que vi en una página de subastas de internet y me llamó la atención: cajones escondidos hasta en las patas, rincones que llenaría de cartas comprometedoras, planes militares y quizá —no lo sé, pero sería lo más emocionante— venenos. Un escritorio con ese laberinto de ocultamientos es más parecido a una caja fuerte con patas de león, pero los hay que guardaban secretos de otra índole, cartas de amor, facturas y pagarés comprometedores, como el de la pobre Bovary, en el que termina escribiendo su carta suicida.
Hay muchos escritorios banales donde se rellenan formularios y se firman contratos, escritorios sin alma y sin secretos, aunque el de Bartleby, parco y desértico, que sólo esconde una caja de ahorros, guarda también la profunda soledad y el enigma del personaje. Otros, como los de las secretarias que viven en ellos, con sus monitos de plástico y de peluche, sus fotos y tazas coloridas, la torta oculta en el cajón, hablan de la inevitable adaptación a un lugar en el que se debe pasar la mayor parte del día. Los escritorios de los médicos con sus modelos de partes del cuerpo para explicar las dolencias siempre me han parecido un prolegómeno a la mesa de operaciones. En las películas, los personajes suelen guardar una pistola en el cajón del escritorio y todos creen que nadie lo sospecha.
Escritorios del solaz y del aburrimiento, escritorios decorados hasta el infinito que terminan pareciéndose a las casas y escritorios tan llanos que sólo sirven para llorar en ellos. Ordenados y desordenados, cuyos objetos cuentan historias a los escribientes.
En la noche, del escritorio brotan fantasmas, pero en la mañana es el lugar de la concentración. No hay nada como sentarse al escritorio y dar la espalda al mundo.
AQ