Ese par de Ramones

Café Madrid

Gracias a la magia del teatro, la escena literaria madrileña de inicios del siglo XX cobra vida en una obra sobre Ramón Gómez de la Serna y Ramón Valle-Inclán.

Pedro Casablanc como Ramón Gómez de la Serna. (Foto: José Luis Roca)
Víctor Núñez Jaime
Ciudad de México /

Siempre que atravieso la plaza de Santa Ana, esquivo la estatura de Federico García Lorca (y a varios enjambres de turistas) y luego cruzo la angosta calle Príncipe para entrar al Teatro Español, tengo la sensación de estar inmerso en una burbuja de otro tiempo. Llámenme cursi, pero si además la obra que voy a ver se trata acerca de algún acontecimiento o personaje histórico, mi viaje al pasado es total (y sin ayuda de ninguna sustancia prohibida, aclaro). La otra tarde, por ejemplo, atestigüé la vida intelectual del Madrid de principios del siglo XX.

Desde mi estrecha butaca de terciopelo rojo (que podrá ser clásica, bonita y todo lo que ustedes quieran, pero también es bastante incómoda) vi subirse al escenario a dos de los Ramones más famosos y emblemáticos de este país: Ramón Gómez de la Serna y Ramón María del Valle-Inclán. Sale a escena el primero, no tarda en desdoblarse el segundo y, durante poco más de una hora, ambos se mimetizan en un monólogo musical en el que el autor de Greguerías relata, dramatiza y canta un puñado de anécdotas sobre el escritor de Luces de bohemia.

El mérito es de Pedro Casablanc, uno de los mejores actores de este país que, bien trajeado y con ayuda de un monóculo y un guante blanco, interpreta sin despeinarse al ingenioso, barroco y divertido Gómez de la Serna haciendo una semblanza de su tocayo de integridad mitológica. Gracias al arte histriónico de este hombre de voz grave y facciones toscas, la vida, la obra, el alma, la intimidad, la realidad cotidiana, la ética y los mecanismos creativos del novelista manco y barbón se desparraman sobre las tablas mientras, al fondo, Mario Molina hace brotar de su elegante piano un torrente de notas musicales provenientes de la época de los dos célebres personajes.

Ese par de Ramones formaron parte de la vida literaria madrileña de los primeros años del siglo pasado pero, en realidad, sólo interactuaron unas cuantas veces. Uno era un provinciano con aires decimonónicos que se apuntó a la modernidad y el otro un cosmopolita e imprevisible. El gallego era estrafalario y extravagante y el madrileño un dicharachero empedernido. Lo cierto es que a este último se le debe la visión pintoresca del autor de Tirano Banderas que ha perdurado hasta nuestros días.

En 1944, durante su exilio argentino, Gómez de la Serna publicó una exitosa, amena y hasta divertida biografía de Valle-Inclán. Bueno, quizá catalogar ese libro como “biografía” sea mucho decir, porque no fue escrito con el rigor de un biógrafo, sino que en sus páginas el autor se limitó a contar una sucesión de anécdotas, apreciaciones personales y comentarios sobre la obra del protagonista, con una buena dosis de humor e ingenio.

Es un retrato de palabras o una pícara disección que incluye perlas como esta: “Valle-Inclán era la mejor máscara de a pie que cruzaba la calle de Alcalá y yo recuerdo haberle visto pasar tieso, orgulloso, pero ocultándose de cuando en cuando detrás de las carteleras de los teatros, que eran como burladeros contra las cornadas de aquel público que le llamaba el poeta melenudo”. O esta otra: “Don Ramón tuvo una adolescencia fantástica, grave, de seminarista que va a ser patriarca de las Indias. Sobre los libros cayeron sus barbas como raíces de los conceptos, como arraigo de la cabeza a las que subían las ideas por ahí”. Y no se pierdan, por último, este trazo verbal: “Don Ramón presumía de faquir no solo porque apenas comía, sino porque fumaba has-chiss —lo escribían y pronunciaban como si estornudasen— y porque tomaba las cosas ardiendo sin inmutarse. Pero yo, que me he sentido malhumillado y avergonzado junto a tantos hombres, a la vera de Valle-Inclán me sentía orgulloso, feliz, en compañía de una primerísima dignidad”.

Comprenderán, entonces, que con argumentos como estos, en el patio de butacas del Teatro Español uno tuviera la sensación de estar en un Cabaret Literario. Sobre el escenario, ese par de Ramones (retratista y retratado, todo en uno), aderezados por una constelación de luces y piezas de Beethoven o cuplés y zarzuelas, hablan sin parar, mezclando anécdotas y detalles, a lo mejor sin ninguna base documental pero sí con mucha brillantez y estilo. Al caer el telón, ¡por las barbas de don Ramón!, se escucha zarpar un barco y uno se va de ahí imaginándolo asumir la dirección del navío con la fuerza de su hidalguía concentrada en una sola mano.

AQ

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