Toda santidad siempre es revolucionaria
Papa Francisco
En algún pasaje de su autobiografía —la primera escrita por un pontífice, según la editorial que la publica en español— el papa Francisco confiesa con humildad argentina: “...no soy un hombre culto...”.
No obstante, su travesía recurre a poetas, narradores, cineastas, sociólogos, trovadores o aun futbolistas más que a la Biblia, amén de algún título en sus capítulos que hace referencia a un salmo o a versículos.
“La memoria es un presente que nunca termina de pasar, dice un poeta mexicano”, y zarpa así el papa jesuita sobre una cita que se atribuye a Octavio Paz (aunque nunca menciona al Nobel de Literatura 1990), después de embarcarse en un epígrafe sobre el futuro, de otro grande poeta, Rainer Maria Rilke, el de los ángeles, y de uno más de un piamontés, Nino Costa, sobre el carácter y tesón de los migrantes, que acompañan alusión a la Primera carta a los corintios sobre el alma de lenguaje y escritura: el amor.
Jorge Mario Bergoglio, cabeza de la Iglesia católica y jefe del Estado Vaticano desde el 13 de marzo de 2013 por vía de cónclave, narra un largo viaje en Esperanza. La autobiografía (Plaza & Janés, México, 2025), que no se inicia con su nacimiento el 17 de diciembre de 1936 en Buenos Aires, sino antes, con millares de italianos que se vieron obligados a emigrar hacia América y que perecieron en los océanos.
“Según datos de las autoridades italianas de la época, en la tragedia murieron algo más de trescientas personas, sobre todo miembros de la tripulación, dijeron; sin embargo, los periódicos sudamericanos dieron una cifra mucho mayor, de más del doble de fallecidos, incluyendo los polizones, bastantes docenas de emigrantes sirios y los peones agrícolas que desde los campos italianos iban a Sudamérica para la temporada invernal. Minimizado o encubierto por los órganos del régimen, aquel naufragio fue el Titanic italiano”, reseña el autor la tragedia de uno de esos barcos en 1927, el Principessa Mafalda.
En una suerte de humor negro de papa, reconstruye un episodio que parece sacado de las crónicas sobre el hundimiento del Titanic en 1912 o del inicio del filme de James Cameron, pero en realidad sirve de prólogo al compatriota de Jorge Luis Borges, para agradecer que sus abuelos paternos hayan perdido sus boletos para viajar en el barco de nombre trágico (dedicado a la hija del rey Víctor Manuel III que pereció en el campo de concentración de Buchenwald en 1944), que, como el transatlántico, se hundió.
“Por eso estoy ahora aquí. No se imaginan la de veces que se lo he agradecido a la Divina Providencia”, dice en homenaje filial a sus abuelos Giovanni y Rosa y a su padre Mario, los Bergoglio.
A lo largo del libro de 336 páginas, firmado por el papa en colaboración con el editor italiano Carlo Musso, quien revela al final de Spera (título original en italiano) que la autobiografía se pensaba publicar después de la muerte del papa, Francisco se apoya en poetas, canciones o secuencias del cine neorrealista para exponer su propia historia marcada por dos fenómenos globales: guerras y migración.
“La emigración y la guerra son las dos caras de la misma moneda. Como se ha escrito, la mayor fábrica de emigrantes es la guerra. Y, de una manera u otra, también porque los cambios climáticos y la pobreza son, en gran medida, el fruto enfermo de una guerra sorda que el hombre ha declarado: a una más equitativa distribución de los recursos, a la naturaleza, a su propio planeta”, señala en el capítulo titulado “Demasiado llevo viviendo con los que odian la paz”, que retoma del salmo 120, versículo 6.
La crónica tardó en escribirse seis años y salió en enero pasado en 100 naciones, casi un mes antes de que el papa tuviera que ser hospitalizado el 14 de febrero en el hospital Gemelli de Roma con bronquitis, que derivó en una neumonía bilateral que lo mantiene en estado crítico, con leves mejorías.
Marcel Proust, Fernando Pessoa, Wisława Szymborska, Federico Fellini, Vittorio de Sica, Pier Paolo Pasolini, Jorge Luis Borges, Fiodor Dostoievski, Eduardo Galeano, Bertolt Brecht, Zygmunt Bauman, Alessandro Manzoni, Alessandro Baricco, entre otros, conviven en este compendio de microhistoria y sabiduría con los futbolistas Omar Sívori, Diego Armando Maradona, Lionel Messi, canciones de Violeta Parra, de Baden Powell y Vinícius de Moraes o de migrantes y partisanos italianos anónimos.
Hölderlin, cuenta el papa Francisco, es su poeta favorito. Pero, otro poeta, bonarense como él, lo mimó.
Su relación con el autor de Ficciones y El Aleph parece cuento de otro Borges, uno que viajó con 66 años en autobús 8 horas de Buenos Aires a Santa Fe para hablar de literatura con los alumnos de Bergoglio, quien le ayudó a afeitarse y constató que, aun agnóstico, rezaba el padrenuestro cada noche.
“La humildad es necesaria para contar la compleja experiencia que es la vida. Admiré y estimé mucho a Borges, me impresionaba la seriedad y la dignidad con las que vivía la existencia. Era un hombre muy sabio y muy profundo. Cuando, con apenas veintisiete años, me convertí en profesor de Literatura y Psicología del colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, impartí un curso de escritura creativa para los alumnos y decidí mandarle, por mediación de su secretaría, que había sido mi profesora de piano, dos cuentos escritos por los chicos. Yo parecía aún más joven de lo que era en realidad (...), y Borges era, en cambio, uno de los autores más reconocidos del siglo XX. No obstante, mandó que se los leyeran —ya estaba prácticamente ciego— y además le gustaron mucho. Me pidió que los incluyéramos en un libro, que publicó el editor argentino Castellví con el título Cuentos originales, y, por si fuera poco, Borges se ofreció a escribir el prólogo, probablemente su preámbulo más generoso: 'Este prólogo no solamente lo es de este libro, sino de cada una de las aún indefinidas series posibles de obras que los jóvenes aquí congregados pueden, en el porvenir, redactar'”, recuerda en un bello pasaje.
Sin pontificar, el pontífice emanado de la Compañía de Jesús ofrece un retrato donde el protagonista, más que la religión, es la repercusión del poder sobre la vida de las personas comunes, los desposeídos, en quienes, en cambio, se siente a sus anchas, lo mismo entre campesinos y obreros que con las prostitutas de su barrio bonaerense, muchas de las cuales fueron sus buenas amigas hasta sus muertes.
Fiel a su formación humanista de jesuita y al santo del que tomó nombre para su papado, Francisco recuerda que: “Hoy el mundo nos parece cada día más elitista, y cada día más cruel con los excluidos y los descartados (...) Mientras que el desarrollo auténtico es inclusivo, fecundo, mira hacia el futuro y hacia las nuevas generaciones, el falso desarrollo exclusivista vuelve a los ricos más ricos y a los pobres más pobres, siempre y en todas partes. Y a los pobres no se les perdona nada, ni siquiera su pobreza. No pueden permitirse la timidez ni el desánimo, se los considera amenazas o gente inútil, no se les consiente ver el final del túnel de su miseria. Hasta se ha llegado a plantear y llevar a cabo una arquitectura agresiva, con el fin de librarse de su presencia, de no verlos incluso en las calles”, escribe.
Citando al cura y pedagogo italiano revolucionario Lorenzo Milani, el papa Francisco señala quiénes van a las guerras y quiénes, en cambio, se benefician de ellas: “'Cuando nosotros íbamos a la escuela, nuestros maestros, que Dios los perdone, nos engañaron miserablemente. (...) Según contaban, todas las guerras se hacían 'por la patria'. Nuestros maestros se olvidaban de señalarnos algo evidente, a saber, que los ejércitos marchan a las órdenes de la clase dominante (...). No puedo dejar de señalar a mis chicos que sus infelices padres sufrieron e hicieron sufrir en la guerra para defender los intereses de una pequeña clase'”, cita a Milani el obispo de Roma, que vivió la Primera Guerra Mundial por voz de su abuelo Giovanni Bergoglio, a quien las guerras le dejaron “un arraigado sentimiento antimonárquico”.
La Segunda Guerra Mundial la conoció en Buenos Aires por los relatos de los inmigrantes. Y sus secuelas, por el cine, en particular el neorrealismo italiano: Rossellini, De Sica, Visconti y aun Fellini.
“Estoy convencido de que el cine italiano de la posguerra, el neorrealismo, es una gran escuela de humanismo. Los niños nos miran, con la que De Sica anticipa esa corriente, tendría que verse en los cursos prematrimoniales todavía hoy, y yo hablo de ella en las bodas que celebro. Y hay escenas de Roma, ciudad abierta de las que conservo un recuerdo imborrable: Anna Magnani y Aldo Fabrizi han sido nuestros maestros. También de lucha, de esperanza, de sabiduría. Cito a menudo la frase que a Magnani le encantaba decirle al maquillardor en el escenario: 'Déjame todas las arrugas, no me quites ni una. He tardado toda la vida en conseguir que me salgan'. También sabía ser sabia, Nannarella”, dice.
A Federico Fellini lo quiso mucho. Y en sus personajes encontró incluso a aquellos afines a los franciscanos, como Il Matto (Richard Basehart) de La Strada, en especial en la secuencia donde discute con Gelsomina (Giulietta Masina) sobre que todo en el mundo sirve para algo, aun una simple piedra.
Y reivindica el cine de su maestro: “Sé perfectamente que en su día esas películas, sobre todo La dolce vita, fueron atacadas por ciertos círculos, también clericales. Pero cada época tiene sus intolerancias, que pueden centrarse en una chica exuberante que se bañaba en la Fontana di Trevi. Luego está la sustancia, una sustancia pétrea, que ahonda en la profundidad, propia del auténtico arte. Pier Paolo Pasolini dijo que esa película indagaba en la 'relación entre pecado e inocencia', y que nos hallábamos ante un alto y absoluto producto del catolicismo contemporáneo”, recuerda el líder del catolicismo.
Hombre de barrio, de strada, amante de caminar en la ciudad y de usar transporte público hasta que llegó al papado, de niño quería ser carnicero; jugaba futbol aunque era un “patadura” al que no le quedó más que ser portero, “una buena posición que le entrena a uno a encarar la realidad, a enfrentarse a los problemas; puede que no sepas de donde viene exactamente la pelota, pero eso no importa, tienes que tratar de detenerla. Como la vida. Jugar es un derecho, y no ser campeón es un derecho sagrado”.
En el capítulo “Jugaba con la bola de la tierra”, título que toma de Proverbios 8, 31, cita a otro apasionado y exégeta del futbol: “Un gran escritor latinoamericano, Eduardo Galeano, cuenta que un día un periodista le preguntó a la teóloga protestante Dorothee Sölle: '¿Cómo le explicaría a un niño qué es la felicidad?'. 'No se lo explicaría —respondió ella—, le daría una pelota para que jugara'. No hay mejor manera de explicar a alguien qué es la felicidad que hacerlo feliz”, sostiene el pontífice.
Y da cátedras de futbol, hasta a leyendas como Lionel Messi o Gianluigi Buffon, cuando les instó como papa y forofo del San Lorenzo de Almagro: “A ver si hacen un gol como Pontoni”, en un partido amistoso entre las selecciones de Argentina e Italia. “Sonrieron algo perplejos, probablemente no sabían a quién me refería”, cuenta después de hablar de las hazañas del delantero René Alejandro Pontoni. “Él no tenía dos pies izquierdos. Chutaba con el derecho y con el izquierdo casi indistintamente, era hábil en los regates, creativo, potente en los cabezazos, acrobático en las chilenas. Podía marcar goles de todas las maneras, y de todas las maneras se los vi marcar”. Así vivía su afición.
A los argentinos (y fans del futbol, en general) recuerda que un pariente y contemporáneo suyo fue al primero al que apodaron Pibe de Oro, “cuando Maradona aún era un proyecto de Dios”: Omar Sívori, campeón con el River Plate, que en Italia jugó con Juventus y luego, como el Pelusa, con el Nápoles.
Compara la pizza que comía con sus padres tras ver jugar al San Lorenzo con las magdalenas de Proust y se deleita cuando habla de su pasión por la música clásica, herencia de su madre, y por la popular.
“Tiempo atrás encontré una cita de Gustav Mahler (...), que me gustó mucho. Hablando de las tradiciones, escribió: 'La tradición no es la adoración de las cenizas, sino la preservación del fuego'”.
Y, como Borges, ama el tango y confiesa que no es el primer papa que escucha tangos en el Vaticano, porque en los años 20, Pío XI vio bailar ahí a Casimiro Aín, el Vasquito: “El tango habla de muchas cosas, también de derrota, de algo que se torció o se perdió (...). El fracaso siempre oculta cierta sabiduría”. Y casi cita a Elizabeth Bishop. “Saber perder 'es la sabiduría'. La sabiduría de los auténticos luchadores, de quienes saben que uno puede caerse, incluso hundirse, pero que lo que cuenta es ponerse en pie de nuevo (...) La sabiduría es de quien se pone de pie de nuevo. De quien sigue adelante. De quien, en vez de malgastar el tiempo quejándose, vuelve a entrar en juego. De quien no permite que el resentimiento y el egoísmo le endurezcan el corazón, sino que siempre abraza la vida. Siempre”.
Hombre de paz, que ha condenado el genocidio perpetrado por Israel contra los palestinos, en especial el asesinato de niños y niñas, a la par que los ataques terroristas de Hamas o la invasión de Rusia a Ucrania, el papa Francisco reconoce que de niño también se agarró a golpes con algunos compañeros.
Y que se sentía atraído por las chicas de su barrio y tuvo un “enamoramiento infantil” de una de Flores, esas chicas a las que retrató su compatriota poeta Oliverio Girondo. “...una historia entrañable que había olvidado y que alguien me recordó al poco de ser elegido papa. Era una compañera de colegio de primaria, Amalia Damonte. Le escribí una carta en la que le decía que quería casarme con ella, o tú o nadie, y para ilustrar la proposición dibujé la casita blanca que compraría para ella y en la que un día iríamos a vivir, un dibujo que, aunque parezca increíble, aquella niña guardó toda su vida. Vivía en una casa de la calle Membrillar, a pocos metros de distancia de la nuestra, y su familia también era de origen piamontés. Pero, a pesar de nuestras raíces comunes, al parecer su madre tenía otros planes para ella, porque, cuando me veía en las inmediaciones, me echaba de allí agitando la escoba”.
Cura desde hace 54 años, solo en una ocasión no dio la absolución, a un abogado bonaerense que confesó haber violado a una criada. “'Esa gente sirve un poco para todo, no es como nosotros', dijo”.
En el capítulo 17 del libro ilustrado con fotografías inéditas de sus 88 años de vida, titulado “Para que te acuerdes y te avergüences”, a partir de un versículo del Libro de Ezequiel, Jorge Mario Bergoglio cuenta cómo llegó al papado en 2013 tras la inédita e insólita renuncia de su antecesor, Benedicto XVI.
El relato del cónclave y sus entresijos parece una descripción puntual de la película Cónclave (2024), de Edward Berger, con guion de Peter Straughan basado en la novela homónima de Robert Harris publicada en 2016, que este domingo 2 de marzo disputa ocho premios Oscar, entre ellos a Mejor película. Nada más que el personaje del cardenal Lawrence, que interpreta Ralph Fiennes (actor que aspira al galardón), se parece más al cardenal Bergoglio cuando empezó a sonar para llegar al papado.
“Me han traído hasta aquí gratis, y a este pensamiento lo acompaña tanto la vergüenza como el estupor. Un estupor estupefacto, que ha conllevado también la contradicción de una gran paz: eso lo noté en el momento en que fui elegido para el solio de Pedro. Decir que no me esperaba nada semejante, nunca en la vida y mucho menos al principio de aquel cónclave, es, sin duda, decir poco. Sí sabía que era, como dicen los vaticanistas, un kingmaker, que, como cardenal latinoamericano, tenía autoridad para orientar ciertos votos sobre este o aquel candidato. Pero solamente eso. Yo no estaba en la lista”, rememora.
Cónclave no es la primera película que se puede relacionar, aunque indirectamente, con el papa Francisco. Antes, el brasileño Fernando Meirelles filmó Los dos papas en 2019, que directamente aborda la relación entrañable que tuvieron el papa emérito Benedicto XVI, interpretado en el filme por Anthony Hopkins, y el papa Francisco, encarnado también magistralmente por Jonathan Pryce. Divertida y amena, The Two Popes apenas consiguió cuatro nominaciones a los Globos de Oro, para película, guión y para sus protagonistas. Por increíble que parezca, ni Hopkins ni Pryce ganaron nada.
En ese capítulo, el papa Francisco anticipa su última voluntad, luego de señalar que con su muerte tiene una actitud muy pragmática y que lo mismo le pasa cuando le hablan de riesgos de posibles atentados:
“Cuando fallezca, no me enterrarán en San Pedro, sino en Santa María la Mayor: el Vaticano es la casa de mi último servicio, no la de la eternidad. Estaré en la habitación en la que ahora custodian los candelabros, cerca de esa Reina de la Paz a la que he pedido ayuda siempre y por la que me he hecho abrazar durante mi pontificado más de cien veces. Me han confirmado que todo está preparado. El ritual de las exequias era demasiado ampuloso y he hablado con el maestro de ceremonias para aligerarlo: nada de catafalco, ninguna ceremonia para el cierre del ataúd. Con dignidad, pero como todo cristiano”.
Y el papa ahí revela la última gracia que pide “al Señor: cuida de mí, que sea cuando quieras, pero, Tú lo sabes, me da bastante miedo el dolor físico... Así que, por favor, que no me haga mucho daño”.
La publicación de Esperanza. La autobiografía se adelantó, no quiso ser póstuma. Según el coautor Carlo Musso el motivo de que empezara a circular en enero pasado fue que el sumo pontífice declaró el nuevo Jubileo de la Esperanza en 2025, por lo que antes de enfermarse había aceptado la publicación.
Es un libro hermoso, ameno, íntimo, revelador, pero sobre todo lleno de sabiduría personal y de Otros.
AQ