Espías | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

Los secretos pierden cada vez más su encanto, para la mala suerte de quienes se dedican a encontrarlos.

"Todos recuerdan cuando dijeron en su casa 'mamá, de grande quiero ser espía'". (Imagen generada con DALL E)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Ay los espías, que saben tantos secretos: las costumbres digestivas de la poderosa familia Gutiérrez, por ejemplo, los afanes amorosos de Osuna con la diputada Ramos, los robos de los Pardo en los estadios, el inenarrable secreto de Archundia, razón de que aletee y haga muecas mientras da discursos. Ay, el espía; cada que reporta a sus superiores o sus clientes alguna pequeña historia —un encuentro de Godínez con su amante, la tremenda vergüenza familiar de los Robinson— se pregunta por qué no escribe novelas. Por qué en lugar de oír conversaciones no las escribe, por qué no cuenta todas las historias que se desprenden de esa escena que miró por la ventana. Pero a la redacción de sus informes le falta estilo y profundidad.

Lo peor es que ahora a los Osuna, los Rodríguez, Archundia, Godínez y Robinson, les ha dado por exponer sus secretos sin recato alguno. Así el espía lee que el bulto morado en la pierna del patriarca mayor está ya bien expuesto y comentado en todas partes. Que esa historia que le costó tanto trabajo dilucidar sobre la extraña y frustrante afición de Güemes por los ratones blancos es tema de un panel de expertos. Que los golpes que recibió Priscilo de pequeño son el motivo de su crueldad. Al final ya todos lo saben todo y los que exponen así sus interioridades, como vísceras en alegre sacrificio, se sienten aliviados y frescos. ¿Hay alguien aún que conserve algún secreto?

Ay, los espías, una vocación tan emocionante; todos recuerdan cuando dijeron en su casa “mamá, de grande quiero ser espía” y la madre imaginó ilusionada a James Bond en su cocina. Un oficio secreto, claro, pero bello a su manera pues busca el conocimiento, el conocimiento arrebatado a los otros, cosa que lo vuelve más precioso. Ahora el espía se siente decepcionado por la humanidad; la gente va perdiendo su misterio, sin darse cuenta de que eso era lo que le daba algún valor. Los secretos revelados resultan obvios, pueriles, el pasmo tarda cada vez menos en disolverse en el aire. Una gran verdad revelada se equipara a cualquier buenos días, a comentar una película de moda, y los espías sufren en secreto, quizá ese sufrimiento es el único secreto que les queda. Además, cualquiera se siente espía, cualquiera revela lo que sea sin estilo, oficio ni savoir faire.

Ante ese fracaso, los espías han decidido espiar a los espías, les pellizcan el trasero cuando están asomados a las rendijas y las puertas prohibidas, se burlan de su letra chueca, su redacción imposible, las confusiones que provocan cuando cambian los nombres sin querer. No les ha quedado a unos más que volverse censores y moralistas, huecos de secretos, y a otros, finalmente, novelistas.

AQ

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