El año pasado pude ver en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) una exposición muy amplia y prodigiosa sobre el cerebro, que abarcaba muchísimos aspectos de ese órgano misterioso que a fin de cuentas rige nuestra vida. Formaba parte de la exposición un Robothespian, un robot que canta y actúa emociones. Desgraciadamente estaba fuera de servicio (máquina al fin), pero me hubiera gustado poder hablar con él o verlo recitar Hamlet, como leí que hacía. Igual sentí un poco de vértigo al encontrarme frente a la criatura de grandes y expresivos ojos azules, uno de los cuales, creo, ya estuvo también en México.
Es inevitable la fantasía de ver en el robot a otro que piensa y siente de manera autónoma. Desde la obra R.U.R. de Karel Capek, el escritor checo que junto con su hermano acuñó la palabra “robot” hace casi un siglo, hasta la serie sueca Real Humans del 2014, pasando por tantas obras de ciencia ficción de distinta índole como Metrópoli de Fritz Lang, los robots siempre despiertan el miedo a que se rebelen y actúen por sí mismos, como esas computadoras que empezaron a crear un lenguaje propio con el que se comunicaban y hubo que desconectarlas, no fuera a ser.
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Ser imprevisibles y reaccionar de maneras complejas es, a fin de cuentas, una característica humana, por decir así, nuestra prerrogativa y nuestra libertad; por ello, los robots no podrían ser tan humanos o considerarse a la misma altura porque adquirirían derechos sobre nosotros, no de balde robota en checo significa esclavo. “Un hombre es algo que se siente feliz, toca el piano, disfruta de dar un paseo y, de hecho, quiere hacer muchas cosas realmente innecesarias”, afirma un personaje de Capek.
Aun así, Real Humans propone la equivalencia entre la esclavitud de esos robots perfectos que realizan todo tipo de tareas subordinadas y el racismo contra los inmigrantes.
No sé por qué, me cuesta pensar en robots y no relacionarlos con los animales, esos otros también extraños para nosotros; por más que los estudiamos, hay algo de su interior que sigue siendo sombra, por eso nos fascinamos tanto con la comunicación entre un hombre y un pulpo. Aunque ellos sí son imprevisibles y muy complejos: su belleza, sus distintas formas, desde la peligrosa bestia que encarna pesadillas hasta el tierno insecto colorido que cumple sus labores. Seguro fueron el primer juguete y el primer prodigio. Será que pienso en Corazón de perro de Bulgákov, escrita también en la década de los veinte, luego de que la Gran Guerra detona una gran pregunta sobre lo que significa ser humanos o no serlo. A estas alturas, cien años y muchas guerras después, quizá seguimos sin saberlo del todo.
AQ