Invocaciones | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

Hay invocaciones que fabrican espíritus; quizá su llamado es tan poderoso que de alguna manera logran hacer sentir su presencia.

Tumba de Allan Kardec en el cementerio Père-Lachaise (Wikimedia Commons)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Hace unos años, mi esposo y yo tratamos de visitar la tumba de Allan Kardec, en el cementerio parisiense Père Lachaise. Digo tratamos porque no nos pudimos acercar. De frente a Kardec había una señora, vestida muy cubierta –quisiera recordar que llevaba un sombrero, aunque mentiría–, fija la mirada en el busto del fundador de la filosofía espírita, como se señala ahí, sobre la columna que reza: “Todo efecto tiene una causa. Todo efecto inteligente tiene una causa inteligente. El poder de la causa corresponde al tamaño del efecto” (según mi traducción). La columna está en el centro de una pequeña construcción sostenida con dos menhires, repleta de flores. Hubiera sido muy interesante acercarse, pero como les digo, la mujer parecía transida, quizá en plena comunicación con el espíritu de Kardec. Me gustaría decirles que alrededor se sentía una energía especial (en un cementerio no sería nada raro) mas no fue así. En cambio, el solo hecho de que la mujer ocupara aquel sitio central, con aquella actitud, fabricaba un fantasma que nos impedía traspasar sus límites.

Hay invocaciones que fabrican espíritus; quizá su llamado es tan poderoso que de alguna manera logran hacer sentir su presencia. A través de las antiguas imágenes de plasma, las fotografías, los hologramas o la idea de que el alma puede pervivir en los circuitos de una computadora, buscamos recuperar como se pueda al espíritu de aquellos que añoramos. Amigos de cuyos libros hablaré después me los envían y noto que ambos se ocupan en algún momento de fantasmas: uno se pregunta de qué edad regresarían los espíritus al ser invocados y si sabrían lo que les preguntamos; el otro trata de entender por qué en nuestro país no se fotografió a los espíritus con su correspondiente plasma antes del siglo pasado. Por mi parte, he estado cavilando en la ropa de las almas: el Renacimiento vistió a las puras de túnica y a las pecadoras las dejó desnudas; pasadas aquellas modas, ¿cómo vestirían? Mi suegra querida, que era muy creyente, un día nos aseguró que al Cielo iríamos vestidos con nuestra ropa. Habrá entonces que mantener el estilo para en futuras apariciones no decepcionar a quienes nos convoquen.

Busco en el archivo al personaje de mi novela y de repente se me empieza a aparecer su fantasma, como en una especie de invocación: informaciones que no hubiera imaginado sobre su aspecto, su familia, la colonia que habitó. No cabe duda —y los historiadores lo saben muy bien—: los archivos son un receptáculo de espíritus que al ser requeridos se manifestarán pronto en otras partes y nos perseguirán para que los saquemos de aquel limbo de papel y tinta en el que quedaron suspendidos.

AQ

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