Hace unos años, antes de salir hacia la Plaza de las Ventas para ver por primera vez en su vida una corrida de toros, Gay Talese me contó que entre sus grandes maestros estaba Joseph Mitchell, el reportero que plasmó a los personajes más diversos de Nueva York en las páginas de The New Yorker. Me pareció algo obvio, pues Talese y Mitchell coinciden en su elegantísima indumentaria (traje hecho a la media, corbata bien anudada y sombrero de fieltro en invierno y de palma en verano) y en su prosa sabrosa. “Mitchell publicó un gran reportaje sobre las ratas de Manhattan. Decía que nunca había entrevistado a nadie más inteligente que ellas. Era un genio”, apostilló aquel día en que, por cierto, salió del coloso madrileño aburrido y desesperado porque la tarde de lidia le pareció “lo más soporífero del mundo.”
Yo había leído El secreto de Joe Gould, el mítico y paradigmático libro de Mitchell que, hasta la fecha, sigue siendo considerado “el mejor perfil periodístico de todos los tiempos.” Luego me sumergí en una antología de sus estampas neoyorquinas sobre gitanos, fondas o tabernas, alternadas con retratos de oficios urbanos como una taquillera de cine, el director de un museo, un predicador callejero, la mujer barbuda de un circo o un millonario que cada año celebraba una gala benéfica en homenaje a sí mismo (todos, textos deslumbrantes por preciosistas). Pero… busqué y busqué aquel reportaje de las ratas y no lo encontré. Hace unos días, sin embargo, la editorial Anagrama me ha dado una alegría: el dichoso texto forma parte de El fondo del puerto, la nueva y recién publicada antología (en español) de los trabajos de Joseph Mitchell.
- Te recomendamos La música de la historia Laberinto
A lo largo de su carrera, el maestro de Gay Talese se ocupó de contarnos las historias de estrellas de Broadway, magnates de dudosa reputación, domadores de circo, poetas y pintores. Pero su talento llegaba a la plenitud al perfilar a la “gente corriente”. Un día le reprocharon por qué escribía tanto sobre ellos y la respuesta del reportero elegante pasó a la historia: “La gente corriente es tan importante como usted, quienquiera que usted sea”. Además de fijarse siempre en los anónimos, desde que llegó a la gran city, procedente de su natal Carolina del Norte, fue “enamorándose” de las partes del puerto de Nueva York que no aparecen en las postales turísticas.
En estas páginas aparecen los rincones portuarios, el Hudson y el East River, el mercado de pescado, las instalaciones dedicadas al cultivo de ostras, un restaurante atrapado en un viejo edificio y un panteón antiguo. En el prólogo, Lucy Sante dice que “tal vez Joseph Mitchell no supiera que estaba escribiendo el epitafio del puerto, pero era muy consciente de su frágil condición, tan contraria a las apariencias.” Su método de trabajo consistía en caminar, observar, conversar y acompañar a las personas. Nada más. No grababa sus entrevistas y ni siquiera hacia muchas preguntas. “Tenía una forma de escuchar que bastaba para tirar de la lengua indefinidamente a sus interlocutores”, añade Sante. “Luego se limitaba a reproducir lo que había oído, convirtiendo a sus interlocutores en consumados maestros de la prosa coloquial americana”.
Eran otros tiempos y otras reglas, pero hace poco más de un lustro, cuando se publicó la biografía del maestro (Man in profile, Thomas Kundel, Random House), que no sé por qué todavía no la han traducido al español, se hizo especial énfasis en que Mitchell se inventaba algunos detalles o creaba un personaje a partir de historias de muchos otros. En consecuencia, ¿ahora habría que ubicar su obra dentro de la ficción? Tomando encuentra los estándares actuales, la respuesta es que sí.
En cualquier caso, lo importante es que la esencia de la labor de Joseph Mitchell permanece en las nuevas generaciones de periodistas. El otro día, Terence McGinley, un becario en la redacción de The New York Times, contó la historia del mexicano Cecilio Campis, “El Jefecito”, propietario del puesto de comida que está enfrente de la redacción del periódico. Todos los días pasan junto a él, pero hasta ahora a ninguno de los flamantes reporteros del rotativo más influyente del mundo se le había ocurrido que en ese puesto había una buena historia Tuvo que llegar un becario observador y entusiasta para darse cuenta. Qué bien: no todos los muchachillos aprendices de periodista están abducidos por la computadora y el celular. Todavía hay quien aspira a ser el retratista de la ciudad.
AQ