La arreolidad circundante | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

A diferencia de otras casas-museo que, por más que se llenen de objetos y enseres de los escritores que ahí vivieron, se siguen sintiendo un poco abandonadas, disfrazadas para los visitantes, Arreola sigue muy vivo en su casa de Zapotlán.

Casa Taller Literario Juan José Arreola en Zapotlán el Grande, Jalisco. (UDG)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

La casa de Juan José Arreola en Zapotlán es como él, pues la mandó hacer a la medida de sus gustos y su fantasía. Es una casa grande, pero pequeña en el sentido que tiene techos bajos de bóveda catalana, pues no era un hombre alto, y está llena de niveles y recovecos. Es una casa juguetona: tiene una puerta redonda como de casa del Hobbit, un hermoso vitral que mira al bello paisaje, donde se aprecia todo Zapotlán en medio de las montañas, una escalera empinada y estrecha al tapanco superior. El espíritu de Arreola sigue en muchos de los objetos que ahí se conservan: el hermoso y grande escritorio lleno de cajones y secretos que él mismo fabricó, junto con la mesa de ajedrez con repisas en las patas para posar la copa de vino mientras se juega, su mesa de ping pong casi surrealista, pues tiene unas patas gigantes como de comedor colonial, así como sus plumas, la máquina de escribir, su raqueta, sus libros y cuadros. Me emocionó ver la capa y el sombrero con los que quizá lo vi pasar algún día por los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras, prendas que el gran escritor también llevaba a la televisión.

A diferencia de otras casas-museo que, por más que se llenen de objetos y enseres de los escritores que ahí vivieron, se siguen sintiendo un poco abandonadas, disfrazadas para los visitantes, en la casa de Zapotlán pareciera que el espíritu de Arreola sigue ahí muy vivo, integrado a esos espacios y a esos objetos que él dejó. Pensé que en cualquier rincón podrían aparecerse la Migala o la estatua griega que en el cuento se lleva del río a su cama, que a lo mejor uno de los enchufes era para conectar a la Plasti Sex, o que si seguía preguntando me encontraría en el trance de venderle mi alma al diablo. A lo mejor al borde del tapanco se asomarían los personajes de La feria a contarme lo que pasaba en el pueblo.

Yo fui a Zapotlán porque me dijeron que cada año, por estas fechas, festejan al escritor en un Coloquio Arreolino al que generosamente me invitaron a decir unas palabras. Por Zapotlán caminaba Arreola y no le gustaba ser interpelado, pero se detenía a platicar con quienes realizaban oficios en los que él también era diestro. En una librería una ventana luce sus objetos, sus libros y sus fotos. Cerca de la entrada de la ciudad se conserva la estación de tren como en un performance surrealista: ahí no pasa tren ni viaja nadie, pero a lo mejor si nos paramos en el andén se nos aparece el guardagujas. Y es como si Zapotlán entero —y uno también— lo siguiera esperando. Como escribió mi extrañado José de la Colina, existen la realidad y la arreolidad que me envolvió en esta visita que sigo agradeciendo.

AQ

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