La conversación y sus enemigos

Escolios | Nuestros columnistas

El auténtico conversador disfruta el intercambio, no pretende vencer a su interlocutor, acepta y muestra interés por las diferencias.

'El almuerzo de los remeros', por Pierre-Auguste Renoir. (The Phillips Collection)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Hace poco asistí a una tertulia en la que dos conocidos, ambos ilustrados y afables, terminaron enfrentados casi a golpes por discrepancias políticas. En esta ocasión, ni la añeja camaradería entre ellos, ni el recurso a menudo infalible del humor que a ambos les sobra, ni los desesperados intentos de los otros por cambiar el tema de la charla lograron aminorar el conflicto.

Este episodio casi fratricida refleja las crecientes dificultades que enfrenta el acto civilizatorio de la conversación frente a los peligros que lo amenazan, los cuales van desde los furores de la militancia política hasta la denominada cultura de la cancelación. La conversación constituye una de las facultades humanas más gratas y lenitivas, es una forma de acompañarse, entretenerse y generar saber a través del intercambio activo y razonado entre distintos interlocutores. Conversar exige, ante todo, reconocer al interlocutor su dignidad, la posible validez de sus argumentos y la legitimidad de su participación. Cuando esto no ocurre suceden falsas conversaciones, intercambios escenográficos para imponer un dogma.

Desde los diálogos casuales en el ágora atenienses hasta las tertulias contemporáneas pasando por las academias renacentistas o por los salones franceses, se han buscado rincones propicios para resguardar la conversación y desarrollar todas sus virtudes cívicas y sus potenciales morales y estéticos. En estos espacios se ha acuñado una urbanidad informal e intuitiva que permite que el habla fluya, que se suavicen las fricciones y que de la charla puedan extraerse momentos memorables y consensos mínimos. Se supone que quienes participan en estos espacios comparten un conjunto de afinidades por lo humano que rebasa las adscripciones partidistas o religiosas y que permiten el diálogo constructivo entre personas de distintas confesiones e ideologías. Así, a veces, el bálsamo humanista de la conversación ha logrado sortear los cismas religiosos o las guerras sin estropear los afectos personales entre individuos de distintos bandos.

Por lo demás, la conversación, a diferencia del debate, no tiene un tema fijo, ni un objetivo específico, sino que suele ser un paseo por las ideas y los sentimientos de los interlocutores y, por ende, no sólo permite afinar los argumentos sino crear conexiones emocionales.

El auténtico conversador disfruta el intercambio, no pretende vencer a su interlocutor, acepta y muestra interés por las diferencias, habla desde su voz y experiencia personales sin depender de los argumentos de autoridad y está dispuesto a recapacitar sus propios juicios. La buena tertulia constituye, por ende, un ámbito de tolerancia y un laboratorio de ideas, que mejora la estima mutua y refuerza el respeto al otro. Por eso, pese a todos los obstáculos y eventuales exabruptos, la conversación sigue siendo una forma de consuelo del aislamiento y una resistencia frente a los monólogos impuestos por poderes y medios, y hay que cuidar los pocos espacios que la alojan.

AQ

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