Maruja Torres, la reportera a, columnista afilada y, ahora, amateur de la jubilación y los achaques, cumplió 80 años y enseguida se fue al notario para hacer su Testamento Vital, con sus últimas voluntades y los detalles de su funeral bien explícitos. Poco después, con el mantenimiento de un ojo malo y una vejiga latosa a cuestas, se puso a escribir un libro sobre la recta final de la vida. Años antes ya había compartido con las nuevas generaciones sus aventuras y batallas periodísticas en Mujer en guerra. Más masters da la vida y en Diez veces siete, así que ahora le apetecía reflexionar sobre las “goteras que derivarán en diluvio” y, de paso, “descuartizar recuerdos”. Un año después tituló el resultado con el mantra que últimamente rige su día a día: Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo.
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Hubo un tiempo en el que una ristra de periodistas soñamos con ser Maruja Torres, pero la puta realidad no tardó en despertarnos. Ni el contexto mundial ni los periódicos y revistas boyantes que le tocaron a ella seguían vigentes, así que no tuvimos más remedio que resignarnos. Su atrevida libertad para “mandar a la mierda” a directores censores o a editores que le quitaban tiempo y espacio a sus reportajes, en cambio, sí nos ha ayudado para no bajar la calidad de nuestro trabajo (“a todo jefecillo que no dé tiempo para investigar, tiempo para escribir y espacio para publicar hay que mandarlo a tomar por culo. Y a todo jefecillo atrincherado a la silla, enfermo de haber sido y querer seguir siendo, también. Porque hay que saber retirarse a tiempo y dejar asentarse a las nuevas generaciones”). Por eso verla ahora —tan mayor, tan deslenguada, tan descarada, tan golfa— nos fascina y esperamos llegar a viejos con su ímpetu cotidiano.
Antes de ser una leyenda viva de la profesión, esta mujer de disertaciones hilarantes fue vendedora, secretaria, colaboradora de publicaciones como Garbo o Fotogramas y reportera de El País, de Cambio16 y columnista de El País Semanal y elDiario.es. Hoy todavía difunde su mirada del mundo a través de una columna radiofónica semanal en la Cadena SER. De los muchos reveses que le ha dado la vida, confiesa que no ha podido superar el asesinato del fotógrafo Juantxu Rodríguez por parte de las tropas estadunidenses, mientras ella y él cubrían la invasión de Panamá de 1989. También le cuesta ver las imágenes sin fin de la guerra entre Hezbolá e Israel, sobre todo estos días en los que su querido Líbano, donde vivió más de una década, no deja de ser afectado por el conflicto. Está satisfecha con sus novelas pero de lo que se siente más orgullosa es de su producción periodística.
En su nuevo libro, de más de 300 páginas, Maruja va saltando de tema en tema con humor y agudeza, pero sin hacer a un lado la seriedad con la que hay que tomarse la actualidad que nos arrasa. “Yo escribía porque me pasaban cosas y buscaba que me pasaran cosas para escribirlas. Y ahora ya no me pasa nada”, se lamenta. No obstante, es consciente de “haber vivido tantas cosas y haber conocido tanto para comprender lo más posible”. Conmueve el relato de su entrañable amistad con los escritores Terenci Moix y Manuel Vázquez Montalbán. Sacude con su diatriba contra una de las guerras que más le duelen y en donde sentencia: “Todos los lugares de Oriente Medio en los que reporteé han empeorado y la llamada ‘comunidad internacional’ lo ha estimulado o consentido”.
Nacida en un mundo que olía a pólvora y a cirios de sacristía, hija de un padre maltratador y de una madre estancada en el victimismo, periodista autodidacta iniciada en una Barcelona aplastada por el franquismo, cazadora de sucesos, reportera estrella de guerras y demás acontecimientos históricos del último tramo del siglo XX, cronista de cultura y espectáculos, autora de novelas premiadas, feminista, viajera y cinéfila empedernida, vieja no normativa: soltera, sin hijos, rodeada de amigos (“mi familia elegida”), que ahora camina con ayuda de un bastón por Madrid después de abandonar su Barcelona natal por hartazgo del nacionalismo catalán, Maruja Torres nos ofrece un puñado de páginas llenas de sabrosos marujismos melancólicos, “con el caminar lento de una gata cansada y el espíritu libre de una gata que aprovecha al máximo la última de sus siete vidas”, y sin miedo al fracaso. Porque sea como sea, dice, “vivir es fracasar: al final te mueres”.
AQ