Estaba convencida de haber guardado aquel cuadro, tan grande que no cabía en ninguna parte de la casa, acostado cuidadosamente sobre un papel en los tablones del piso debajo de mi cama. Pensaba que, con todo y que el cuadro estaba muy bien envuelto para que el polvo no le afectara, sus colores se proyectaban de alguna manera misteriosa bajo nuestros cuerpos mientras dormíamos, como una suerte de protección, de sortilegio, y eso me daba una extraña tranquilidad. Me imaginaba que cualquier día habría de sacarlo de su escondite para presentarlo como un viejo amigo, repararlo si hacía falta o incluso venderlo. Pero llegó ese día y resultó que el cuadro no estaba ahí: otra yo que no imaginó nunca que dormiría encima de un cuadro lo había guardado, de manera mucho más sensata, en el fondo de un armario y ahí seguía. Y luego, ¿qué sería de la otra, la que dormía creyéndose iluminada por una pintura bajo la cama como protección? Me sentí como las ardillas que esconden sus nueces bajo tierra y después las olvidan, sólo que de los olvidos de las ardillas nacen árboles frondosos; en cambio de los míos brotan fantasías absurdas.
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Así los objetos que guardamos en la casa nos juegan bromas. Cada rincón alberga un rastro, la historia de un día en el que por alguna razón guardamos o abandonamos ahí un objeto que luego olvidamos. Los objetos guardados y después olvidados por largo tiempo, en su quietud, se contraponen al movimiento de la vida como una especie de cuerpo que nos sostiene sin que nos demos cuenta. Quizá estoy en Tombuctú aprendiendo a bailar una danza exótica o un último tango en París, pero una parte mía sabe en el fondo que en el alhajero en cierto cajón de mi escritorio se encuentra aquel collar que usaba mi madre o la carta en la que me avisaron una noticia terrible que quise guardar para siempre. Si no lo supiera, si me dijeran que el escritorio o el alhajero están perdidos, quizá no podría seguir los pasos en el presente con esa sensación de libertad.
Distribuimos los objetos en la casa como distribuimos nuestros recuerdos en el cuerpo; como éste, almacenamos en distintas partes los antiguos placeres y los dolores, encontramos lugares para las sensaciones nuevas. Hay especias que se guardan como secretos incómodos en las alacenas que nadie alcanza, suéteres que pasan eternidades en el fondo del armario porque nos abrigan el alma aunque no los usemos. Como si órganos nuestros se diseminaran por toda la casa, órganos de nuestro cuerpo y nuestra memoria. Aquellos que nos conminan a ordenarlo y tirarlo todo están apelando, en aras de la vida práctica, a una suerte de amnesia; por eso es tan difícil, como dicen, soltar.
AQ