Boris Cyrulnik representa la desgarradora y, a la vez, esperanzadora historia de un niño judío que, durante la Segunda Guerra Mundial, pierde a sus padres, sobrevive milagrosamente a la ocupación nazi en Francia, desfila por orfanatos, trabaja en una granja con un nombre falso, termina de criarse con una pariente, estudia medicina, psiquiatría y otras ciencias afines y se convierte en uno de los más célebres teóricos de la llamada resiliencia, el término que denomina esa todavía enigmática facultad que permite a algunos emerger de las cenizas.
En su libro Escribí soles de noche. Literatura y resiliencia (Gedisa, 2020), Cyrulnik abre una rendija a la condena a cadena perpetua que dicta que una infancia desdichada es destino y señala que la creación literaria puede redimir la experiencia del dolor y volver más resistente al individuo ante todo tipo de adversidades. Con evocaciones de la biografía de escritores eminentes (algunos de ellos sus contemporáneos y conocidos, como Jean Genet o Romain Gary) y con algunas referencias didácticas a la literatura clínica, Cyrulnik describe los diversos recursos que la lectura, la escritura y la imaginación pueden aportar a la cicatrización de una herida.
Para el autor, la respuesta al dolor de un individuo puede ser la marginación voluntaria, la transgresión o la creación, las cuales brindan una cierta sensación de control y libertad. Cuando esta sensación de libertad se busca en la creación literaria es posible adquirir instrumentos eficaces para hurgar la propia identidad, reescribir y reinterpretar la realidad, resignificar el pasado y contribuir a sanar. El impulso creativo, pues, frecuentemente proviene de un sentido de carencia, una crisis o una inadaptación y, aunque ser desdichado no es sinónimo de ser creativo, en algunos casos el sufrimiento puede ser una forma de alterar las percepciones convencionales y favorecer la vocación artística. No en balde, Cyrulnik observa que la mayoría de los grandes escritores franceses experimentaron la pérdida de alguno de los padres u otras vicisitudes y que intentaron restañar esta desgracia con la palabra escrita.
En la creación literaria los diversos trastornos, tragedias y carencias afectivas pueden ser abordados con palabras catárticas o lenitivas que se aplican en la herida de la orfandad, la pérdida o la violencia. De hecho, muchos malditos o desventurados irredentos, desde Villon hasta Genet pasando por Rimbaud, redimen el horror con el lenguaje y hacen de su tormento algo terapéutico para otros. Por desgracia, no todos los creadores son salvados por su arrojo para verbalizar el dolor pasado y mientras algunos cultivan una fuerza y una luz interior que refulge en los demás; otros sucumben a la espiral autodestructiva. No obstante, aun aquellos cuyas palabras no pudieron salvarlos (Primo Levi, Paul Celan), dejan su testimonio como una suerte de generoso remedio para que otros eviten que el mal o el infortunio determinen el rumbo de su vida.
AQ