El Tornillo subió al Cielo y ocupó su sitio a la diestra del Señor. Limpio, bien peinado y de túnica blanca, adecuada a la ocasión, se sentía comodísimo. Está a toda madre el Cielo, le comentó al Señor, que departía con una docena de comensales de rasgos borrosos y vagamente familiares. Pero el Señor no pareció escucharlo; gesticulaba como esas figuras de Navidad que el Tornillo espiaba en las vitrinas, santacloses de plástico repitiendo los mismos gestos una y otra vez. El Señor era blanco y regordete como un malvavisco y tenía un rostro encantador. Feliz estaba el Tornillo de haber llegado a esa mesa entre las nubes, con sus copas de oro, junto al trono del Señor que también era de oro.
¿Qué cree, Señor?, le dijo el Tornillo, así me lo imaginaba, igualito. Está bien chido acá. Y lanzó una sonrisa chimuela a los otros comensales, que levantaron sus copas. Todo bonito, todo de puro oro. Lo que no entendía era por qué estaba ahí: mire, Señor, usted seguro ya lo sabe, pero bueno, bueno, así que diga bueno, pues yo no fui. La verdad no me imaginaba que llegaría hasta acá porque... a lo mejor no es uno, ¿verdad?, sino las malas compañías, el vicio. Es culpa del vicio, ¿no? ¿O qué?
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El Señor le dio unas palmaditas en la espalda, como si quisiera hacer eructar a un bebé. El Tornillo miró su plato reluciente donde giraba una sopa tornasol, se acordó de las pastillas que se había tomado, unas que encontró en la basura: el vicio. La sopa, aunque un poco insípida, le recordó a la infancia.
Al rato empezó a aburrirse. Se imaginó en el zaguán, abrazado al perro pulgoso, muerto de hambre y babeando. Así me he de ver, pensó. ¡Se hubieran traído al perro, Señor! El Señor lanzó una risa encantadora y todos rieron con Él. Todos moviéndose muy, muy lento como santacloses. En las vitrinas saben cómo es todo, ¿verdad? Una música de foquitos de Navidad comenzó a sonar y los comensales celebraron con gestos mudos.
Así pasó una eternidad con el Tornillo atornillado al asiento y sin poderse levantar aunque quisiera. ¿Cuándo se para uno de la mesa del Señor?, preguntó, pero de su boca no salía sino un murmullo de adoración. El Tornillo se angustió: no quise matar a mi compadre, dijo; nomás lo hice me arrepentí. Fue el vicio. No merezco el castigo eterno, Señor.
Algo mojado le pasó por los párpados, algo de aliento infernal; era Pulgas que lo lamía en el zaguán. Olía a orines y la gente al verlo se apuraba tapándose la nariz, pero el Tornillo estaba contento porque se había salvado de ir al Cielo. Besó al Pulgas y se levantó feliz a medio lavarse en la fuente y caminar al Oxxo por un poco de alcohol de curación y un refresco.
AQ