Tres años de camino: un clandestino rumbo a Europa

Café Madrid

Mahmud Traoré es autor de Partir para contar, un libro donde relata su travesía llena de abusos para salir de Senegal y buscarse una nueva vida en Europa.

Cada día, decenas de personas buscan cruzar la valla en Ceuta, la ciudad española que limita con Marruecos. (Cortesía: Faro di Roma)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Cada verano (bueno, a lo largo de casi todo el año, pero en verano más), cientos de personas provenientes de toda la geografía africana se suben a unas maltrechas embarcaciones y, arriesgando la vida, cruzan el Mediterráneo con la esperanza de llegar a la vieja Europa (sobre todo a través de España e Italia). Huyen de la pobreza extrema, de conflictos armados, de desastres ambientales. Sus rostros, algunas pinceladas de sus historias personales, la discriminación y la utilización política que se hace de ellos son constantes en la prensa. Pero pocas veces uno se entera de la larga y extenuante odisea que emprenden.

El tema me atañe porque, aunque yo no emigré uniendo los eslabones de una cadena de penurias, hay situaciones cotidianas por las que uno atraviesa en el país de acogida que nos hermanan y porque, además, un mexicano siempre tiene familiares o amigos que también se han ido (a Estados Unidos, principalmente). No obstante, hace mucho que no me conmovía (o sacudía) tanto con un testimonio de este tipo. El otro día estaba en la biblioteca pública de mi barrio, buscando un volumen con una clasificación determinada cuando, de pronto, me fijé en un libro de un autor llamado Mahmud Traoré. En la portada tenía un mapa con una larga ruta marcada en rojo. Era el camino que siguió este muchacho durante tres años para poder vivir hoy en Sevilla. Es decir: estas personas no salen un día de su casa y al siguiente ya están en la frontera intentando cruzar. Entre una cosa y otra pueden pasar varios años.

Partir para contar. Un clandestino africano rumbo a Europa (Pepitas de Calabaza, 2018) ofrece los detalles de la travesía llena de abusos que hay detrás de los que llegan a la frontera europea, dispuestos a aguardar el momento preciso para subirse a una lancha o saltar un muro. Traoré, por ejemplo, recorrió el Sahel, el Sáhara, Libia y el Magreb, con escalas para poder trabajar en lo que surgiera y así poder costearse cada etapa del viaje. Reponía fuerzas en hogares de acogida o improvisados campamentos y recorría kilómetros y kilómetros, casi siempre en compañía de otros migrantes, expuesto a los asaltos de los maleantes, aprendiendo a desarrollar estrategias de supervivencia y a tener la suficiente frialdad para dejar atrás a los que mueren en el camino. En la ruta de los clandestinos, dice Mahmud Traoré, hay “historias terribles que oscilan entre fantasías descabelladas y pesadillas auténticas”, pero todos saben que si, como sea, vencen los obstáculos, han de seguir adelante.

Mahmud Traoré estaba a punto de cumplir 20 años, era aprendiz de carpintero y sabía que en Casamanse, el pueblo de Senegal donde nació, si alguien quería progresar en la vida tenía que irse a Europa. Así que por eso salió rumbo a Dakar, la capital de su país, con 70 euros que logró ahorrar y la esperanza de poder vencer los peligros que se topara. En los tres años de camino, sin embargo, hubo un momento en que pensó retraerse. Fue cuando se enteró de la muerte de su madre. Sus compañeros de “aventura” lo disuadieron de volver: “así es la vida, Mahmud, la muerte llega tarde o temprano y no puedes tirar la toalla cuando estás tan cerca de la meta”.

En efecto, dos meses después, al enésimo intento, logró saltar la valla en Ceuta, la ciudad española que limita con Marruecos. De madrugada, ataviado con tres pares de calcetines y tres pantalones para “protegerse” de las cuchillas de la alambrada, fue uno de los migrantes que sorprendieron a los vigilantes fronterizos y, finalmente, entró en territorio español. Trepó, dice, con todas sus fuerzas y esperanzas.

“Al caer al vacío, me quedo colgado de un pie, con una cuchilla clavada en las carnes. Tengo que sacudirme para poder soltarme, lo que me causa una herida aún más profunda. Me agarro a la barra metálica para auparme a pulso, sacarme la cuchilla del tobillo y liberar mi pie antes de dejarme caer. El zapato se queda enganchado arriba. Si no hubiera tenido ese reflejo, probablemente me habría seccionado el pie. Una vez en el suelo, me levanto como en un sueño y corro entre los compañeros, que franquean desordenadamente los obstáculos que nos separan de la ciudad”.

Ahora, por fortuna, con más de 30 años de edad, Mahmud Traoré ha retomado la carpintería, vive en Sevilla y es consciente del contexto que le rodea: “a pesar de la precariedad que se vive en España, estoy dispuesto a quedarme”.

ÁSS


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