Los abuelos maternos nos visitaban siempre, cuando éramos niños, después de la comida. Mi abuelo Martín, con gran ceremonia, mojaba una cucharadita de azúcar en su café y nos la daba de golosina. Era nuestra comunión, la manera en que los niños entrábamos de la mano de los viejos a las delicias de ser mayor. Me encantaba ese óbolo aromático y dulce; por eso, en cuanto pude me tiré de cabeza en el café y desde adolescente el cigarro me rodeaba de niebla.
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En la primera obra de teatro que escribí, el protagonista era un gato con zapatillas y la escenografía, una enorme taza de café. La obra contaba los delirios que el café produce. Y ya desde entonces asociaba la inspiración y la buena compañía a la mágica taza, a cualquier hora. Admito que, como muchos, pasé por algunos vicios y para esta edad el único que permanece, poso de mi identidad, es el brebaje, en un contundente espresso o un americano de paso veloz. Como Lieschen, la hija del palurdo Schlendrian en la divertida Cantata del café de Bach, si no puedo “saborear mi taza habitual voy a quedar, para mi desgracia, tan seca como un asado de cabrito.”
Como vicio, el café no es especialmente seductor; le faltan la magia del ajenjo y su tinte verdoso, el azul del humo de los cigarros, la transparencia de los licores, la parafernalia de jeringas, cucharas y lujo malhabido. Por más que se hermoseen tazas y cafeteras, lo tenemos adherido al trabajo y la concentración. Lejos de ser una puerta de escape, el café es una puerta de entrada a nuestras mentes y sus pasillos. Es, a final de cuentas, un vicio democrático y racional: nos despierta la lengua sin provocar exaltaciones exageradas, si acaso pálpitos cardiacos como de enamorados, manos temblorosas y gastritis crónica.
El aroma del café se expande y forma un techo cálido encima de nuestras cabezas. Pienso en los cafés ruidosos, en la alegría de los contertulios sobre la música de tazas y cucharillas, en los parroquianos que entran a repostar un momento entre los afanes del día, y me entristezco: ¿cuándo renovaremos nuestras tertulias? Decía Gómez de la Serna: “El café es la enfermería del escritor”, y los escritores vivimos enfermos de palabrería.
Nada más despertar pienso en él y sólo en él, en su mirada oscura sonriéndome desde la taza, abriendo poco a poco en mi conciencia el telón del día. “El café del desayuno es inimitable y de sustancia más optimista que todos los cafés del resto del día”, dijo también el greguerista madrileño. Si el tiempo enloqueciera y quedáramos condenados a revivir eternamente el mismo instante, yo elegiría esa hora en que la ciudad duerme tras el ronroneo de la cafetera, ese momento de la promesa.
AQ