Había yo ingresado recientemente a Laberinto. Encontrarme con un crítico tan importante como José de la Colina me produjo un miedo justo: él había participado en la revista Nuevo Cine, que tanto aportó al resurgimiento del arte nacional, en perenne crisis. El nombre de José de la Colina lo asociaba yo por una parte con la Nueva Ola Francesa y los Cahiers du Cinéma y por la otra, en México, con la tradición de crítica de cine de Xavier Villaurrutia y sus incisivos comentarios en la revista Así.
Mi temor era que al encontrarse conmigo José de la Colina quisiera una suerte de duelo, de trivia de exquisito conocedor. Le gusta mucho a la gente que escribe de cine. A mí no. Me parece frívolo. Cuando me presentaron con este hombre que además era guionista de una de las películas mexicanas que más me gustan (Fe, esperanza y caridad, sobre todo por el fragmento “Caridad” de Jorge Fons) forcé un poco la charla hacia una duda que me atacaba desde hacía más de un cuarto de siglo
Cuando tenía yo quince años, le conté a José de la Colina, pasé frente a la televisión que, en la cocina de mi casa, siempre estaba encendida. Recuerdo haber visto a un hombre confesando: “soy el asesino de mi esposa”. Y como yo acababa de ver Rebeca, de Hitchcock, pensé: esto debe ser la versión mexicana de la novela de Daphne du Maurier. Mi padre sonó el claxon. Se nos hacía tarde. Nunca supe qué película vi. José de la Colina me miró serio, pero cuando se le iluminó la cara respondió: “Estás hablando de La diosa arrodillada. Es un peliculón”.
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Y es cierto. Dirigida por Roberto Gavaldón en 1947, La diosa arrodillada (disponible en Vix) no es una adaptación de Rebeca. Fueron dos las cosas que, con el maestro de la Colina, descubrí aquel día: que la película de Gavaldón está basada en una obra de teatro húngara que trata de un hombre infiel que mete en su casa la escultura de su amante. La segunda es que la historia de Rebeca flotaba en el aire en aquellos tiempos en todo el mundo. Era un síntoma, una repetición (diría Warburg) que no pertenecía ni a Du Maurier ni al cine estadunidense o inglés.
En los años de 1940, comentó José de la Colina, la crítica mexicana era muy dura con nuestro cine. Es verdad. La investigadora Elisa Lozano escribe en su libro El ingenio fílmico de Gilberto Martínez Solares que la fascinación nacional por la Rebeca de Hitchcock (1940) y por Cumbres borrascosas de 1939 y dirigida por William Wyler (ambas disponibles en YouTube) condujo a la creación de pastiches que buscaban lo que sería el gran triunfo de nuestro cine, el melodrama.
Yo no estoy del todo de acuerdo con esta afirmación. En la charla entre amantes del cine que puede suceder durante una fiesta o con una investigadora de quien conozco solo el nombre, debo decir que pienso que nuestro país consiguió un auténtico gótico mexicano. Las dos grandes películas de este subgénero serían Ensayo de un crimen (1955), dirigida por Luis Buñuel, y La diosa arrodillada de Roberto Gavaldón.
¡Qué película! Repetía José de la Colina. Sabría yo después que era admirador de María Félix. De ella escribió en forma poética y apasionada en este mismo diario.
Así es como creo que debe hablarse de cine. Como habla el síntoma de una cultura a través del espacio y el tiempo. Tomando ideas, como aquel: “soy el asesino de mi esposa” que me llevó a pensar a los quince años, de forma apresurada, que José Revueltas, guionista de La diosa arrodillada, había retomado a Daphne du Maurier.
La diosa arrodillada
Roberto Gavaldón | México | 1947
AQ